miércoles, 30 de junio de 2010

Un verano diferente

JESOLO


Uno de mis seguidores, mi hija Ana, no sòlo lee lo que escribo sino que hace sugerencias y crìticas que agradezco. Me dice: escribì alguna anècdota actual.

Me agrada relatar experiencias vividas en mi niñez y en mi adolescencia, tal vez por aquello de "todo tiempo pasado fue mejor". Y creo que es asì por varias cosas, entre ellas el hecho de olvidar lo negativo, ya sea como una defensa de la mente o porque verdaderamente son etapas de la vida en las cuales la ingenuidad hace que pasemos por alto lo feo, lo amargo y lo triste. La edad de la inocencia. Seguramente por eso dicen los Evangelios que para entrar en el Reino de los cielos debemos ser como niños.
Luego llega la edad adulta, con logros muchas veces acompañados de làgrimas.
La època de las grandes decisiones que exigen renuncias, los fracasos que cuesta aceptar. Las pèrdidas, los duelos.
O haremos como los egipcios que sòlo dejaron la historia de sus triunfos? Los egipcios y seguramente muchos otros.
Voy avanzando en mi biografìa y a medida que llego a la parte difìcil, la de las luchas y las caidas, demoro la escritura.

Hice un parèntesis para evaluar y descansar.
Què bueno el comprobar que los sueños de la juventud, de estudio, trabajo, familia, vida espiritual, se van cumpliendo.
No temo el èxito, ya que considero ganancia el haber pasado pruebas sin desmoronarme, mirando siempre hacia adelante y especialmente, mirando hacia arriba.
Esperando el manà? Sì, porque sè que viene cuando lo necesito, pero tambièn recordando que debo esforzarme y ser valiente. Y eso es lo lindo de la vida, estar siempre en acciòn, superando los tiempos de làgrimas o de sonrisas, caminando hacia la meta. Tampoco temo los fracasos, por experiencia se que algunos fracasos pueden ser exitosos, dejar una experiencia valiosa y cimentar un triunfo.

Hoy recuerdo los veranos en Buenos Aires, cuando ìbamos con mis padres y los tìos a La Salada, los de Colòn con pileta y nataciòn en el Club Hispano o las vacaciones en Mar del Plata, sobre el Atlàntico.
Serà porque hace tanto calor en Italia, un "caldo africano", como se dice acà.

 Ahora estoy cerca del mar Adriàtico, puedo pasar un fin de semana, o simplemente un dia en Jesolo o en Sottomarina, a sòlo treinta kilometros de Vicenza. Tal vez el pròximo domingo.

jueves, 24 de junio de 2010

Nuevos rumbos


Afortunadamente la adolescencia no es tan dramática como la pintan en los tratados de sicología, o por lo menos no lo era en mis tiempos, sin bulimia, física ni de conductas, sin anorexia, ni violencias.

Es indudable que hay un proceso evolutivo que alcanza no sólo el desarrollo del ser humano sino también el proceso de su crecimiento como integrante de la sociedad y del mundo. Para bien en muchos sentidos, para mal en algunas áreas.

El último verano en Buenos Aires, mientras mi familia se preparaba para transferirse a Colón, con mi hermana buscábamos trabajo temporáneo, como siempre. Lola entró como secretaria en un periódico judicial, se había preparado en las prestigiosas Academias Pitman, además de cursar la escuela comercial. Yo conseguí empleo como taquígrafa en una empresa mayorista de importación de telas, Enrique Marber e Hijo, a pocos metros del obelisco. Para mí fue una experiencia muy positiva. Cuando en el mes de marzo le comuniqué a mi empleador que dejaba el puesto porque mi familia se mudaba al interior no lo podía creer, me ofreció un aumento importante para que desistiera. Lo rechacé. Lamentaba irme pero no me podía quedar sola en Buenos Aires.

Pasados los primeros días en la nueva casa, cada uno inició nuevas actividades. Mi padre como transportista, mi madre con su granja, mis hermanos menores en la escuela del barrio. Lola como vendedora en una zapatería del centro, Casa Reali, y yo en la tienda El Chiche. El trabajo me agradaba, era un ambiente familiar, aprendía el arte de vender, preparaba la pequeña vidriera, ganaba amigos entre los clientes. Me sentía muy bien con mis empleadores, un matrimonio joven, Delmo y Magdalena, con un hijo en edad escolar.

Poco a poco me brindaron su confianza y me permitieron no sólo cambiar el estilo de la vidriera sino hasta elegir telas y prendas cuando trataban con los viajantes o representantes de las tiendas mayoristas. Creo que el espaldarazo me lo dio una clienta muy distinguida cuando entró preguntando: ¿ésta es la Boutique Signifredi?

Entretanto yo seguía buscando un trabajo acorde con mi título de Perito Mercantil. Luego de un año apareció en el diario local un aviso que pedía secretaria con conocimientos contables, me presenté y después de una entrevista con el empresario fui incorporada al personal de la empresa constructora Lau-Vil. Otra vez mis empleadores se sintieron mal por mi renuncia y se conformaron cuando mi hermana aceptó el ofrecimiento que le hicieron de mejores condiciones laborales y dejó el puesto en la zapatería para reemplazarme en la tienda. Ambas teníamos buena preparación, experiencia y simpatía natural.

Me sentía en lo mío en el nuevo empleo. Pronto gané la confianza de mi jefe, organicé la contabilidad, aprendí todo lo relacionado con la construcción, estudié dibujo arquitectónico por correo en la famosa escuela de dibujo Di Vito de Buenos Aires. La vocación por Medicina quedaba suspendida y era reemplazada por tareas que me llenaban de entusiasmo y me daban muchas satisfacciones profesionales.

Al mismo tiempo nos integrábamos a la vida social de la ciudad, al Círculo Italiano, a la piscina del Club Hispano, los bailes sociales, los partidos de papi fútbol, los torneos de básquet y tantas otras actividades. Yo pensaba: "Colón es un Paraíso, y sus habitantes no se dan cuenta de ello". Un paraíso de amigos, fiestas sociales y familiares y de romances. Mi noviazgo se fue afirmando y pronto también mi hermana eligió entre una nube de admiradores un joven que sería luego su esposo, Germán.

¿Podíamos pedir más? No, por ahora. ¿Y la vida espiritual? Estaba reducida a la misa de los domingos, pero para nosotras era más que suficiente.

miércoles, 16 de junio de 2010

Invierno del 55


Hace poco leí algo que me aclaró muchas situaciones. Decía un comentario de un psicoterapeuta que hablaba de la factibilidad de los proyectos, que en un lugar de la NASA donde se preparaban vuelos espaciales había un cartel que enunciaba: "La ciencia ha demostrado que el petirrojo, de acuerdo a su peso, medidas y constitución física no puede volar, pero como él no lo sabe...vuela!"
 
Creo que muchas veces los adolescentes proceden como el petirrojo, por lo menos así era en mi caso. Cursaba el último año de la secundaria y mis proyectos de volar muy alto se mezclaban con mis sueños. La realidad dejaba mucho que desear en cuanto a fundamentar las quimeras, en casa la situación económica era mala. Mi padre trataba infructuosamente de salir adelante con su pequeño taller de carpintería, mi madre se debatía entre guardapolvos, mamaderas y chupetes, haciendo malabares para administrar los escasos ingresos. 

Recuerdo la quesera de cristal tallado que estaba en el único mueble lujoso de la casa, un armario de roble que había hecho mi padre, allí guardaba mamà las monedas que le iban quedando de los vueltos, algunas veces  estaba llena hasta el borde; casi siempre cuando llegaba la hora de salir para la escuela y metíamos las manos ansiosamente para sacar los veinte centavos que nos permitirían tomar el micro estaba total y cruelmente...vacía! No quedaba otra que caminar.
Ese año era de grandes ajustes y disciplina férrea. Como si esto fuera poco el país no andaba mejor. 

El gobierno de Perón en su segundo mandato resultó un fracaso. Los sindicatos, los partidos políticos,  la Iglesia y casi todos los poderes públicos y privados se oponían a lo que ya se había convertido en una dictadura. Una grave crisis social de desocupación y disconformidad en los sectores más bajos hizo que el pueblo "golpeara los cuarteles", como se decía entonces, clamando ayuda a los militares. Un gesto desesperado que daría comienzo a un caos total en todos los niveles y sumiría al país en una situación de la cual le llevaría mucho tiempo salir.

Entretanto los más jóvenes, con el egoísmo propio de la edad o quizás por desinformación o ignorancia seguíamos con nuestros planes y proyectos. Personalmente me interesaba terminar la carrera de Perito Mercantil y obtener a la vez el título de Preparadora de Histología, lograr un puesto en algún laboratorio y prepararme para ingresar en la Facultad de Medicina.


Mi noviazgo con el joven que conociera aquel verano en Colón continuaba por ahora por correo, él estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio en Curuzú Cuatiá, Corrientes; yo, en Buenos Aires, soñaba con ser médica sin tener muy en cuenta la prosecución del romance. Dos o tres veces por mes recibía alguna carta en la cual me contaba sus peripecias militares, me hablaba de sus nuevos amigos y me despedía con alguna tímida frase de amor, algo así como "un abrazo" o "un beso" que alimentaba mis fantasías juveniles. Mis respuestas no eran mucho más fogosas, con los relatos de mis días en la escuela, de mis actividades, salidas y amigos. Se entendía que estábamos enamorados pero la distancia nos ayudaba a controlar la pasión.

En el mes de junio Buenos Aires fue convulsionada por un movimiento militar que dio comienzo a un tiempo difícil para el país. En casa vivíamos una situación de pánico, con la Casa Rosada a quinientos metros y la sede principal de la CGT muy cerca, objetivos de los bombardeos que una tarde convulsionaron el barrio. La radio era el único medio de comunicación. Se habían suspendido todos los programas y un comando militar había tomado las emisoras. Transmitían música clásica, de vez en cuando una voz masculina con tono impersonal anunciaba los hechos y ordenaba a la población mantener la calma, no salir de sus casas, apagar todas las luces, cerrar puertas y ventanas. Contradiciendo los consejos mi padre y yo salimos al patio, los aviones cruzaban el espacio a baja altura y podíamos contar las bombas que caían sobre Plaza de Mazo, una..dos...tres, hasta trece. Me parecían botellas de aceite, pero la explosión era fortísima y temblaban las paredes y el piso. El ruido de los motores atronaba el cielo y el repiquetear de las ametralladoras nos estremecía de pies a cabeza. Más tarde el cielo se tiño de rojo, estaban incendiando la iglesia Santo Domingo, aquello se transformaba en una guerra civil. Mi hermana y yo temblábamos agachadas abajo de la mesa, mis padres se mantenían serenos, como siempre. Mamà calmaba el llanto de los más chicos, papá hablaba con Lola y conmigo y nos prometía un traslado a Colón, lejos de aquel infierno, a la brevedad.  


Al día siguiente llamaron algunos militares a la puerta del departamento, dando orden de evacuación. Había que dejar inmediatamente la casa, por razones de seguridad, hasta nuevo aviso. Con lo puesto y una valijita con los documentos y algunos papeles importantes, partimos hacia la casa de los tíos en Mataderos. El viaje en el tranvía 48 no fue una aventura tan feliz como otras veces. Claro que para los chicos todo esto resultaba hasta divertido, nadie comprendía la gravedad de la situación, mi padre se comportaba como un verdadero almirante, como le decían sus amigos de la imprenta, no soltaba el timón y conducía la nave a puerto seguro con dignidad. A mi madre nunca la vi llorar. Tampoco llorábamos Lola y yo, era casi una aventura. Luego de algunos días pudimos regresar, se había levantado la orden de evacuación y quedaba sólo el toque de queda.

Meses más tarde el Ejército ocupó ciudades importantes del interior, Córdoba, Curuzú Cuatiá y otras. No recuerdo los hechos políticos que siguieron pero ya mi familia había tomado la determinación de dejar Buenos Aires y volver a Colón, hasta allá no llegaba casi nada de todo aquel desorden, era el campo. 

 
Así, de manera abrupta se cambiaron mis planes, fue como caer en la realidad y darme de narices en el suelo. Medicina? ... por ahora no.
 

Los últimos meses de 1955 marcaron nuevos rumbos al país y a mi casa. Rendí los exámenes finales en el Hospital Rawson, obtuve mi certificado y el título de Perito Mercantil. Mi hermana suspendió sus estudios secundarios, mi padre vendió las máquinas de carpintería, embalamos todo, enviamos los muebles con un camión y tomamos el tren desde Retiro a Colón. Comenzaba otra etapa para la familia.