jueves, 24 de junio de 2010

Nuevos rumbos


Afortunadamente la adolescencia no es tan dramática como la pintan en los tratados de sicología, o por lo menos no lo era en mis tiempos, sin bulimia, física ni de conductas, sin anorexia, ni violencias.

Es indudable que hay un proceso evolutivo que alcanza no sólo el desarrollo del ser humano sino también el proceso de su crecimiento como integrante de la sociedad y del mundo. Para bien en muchos sentidos, para mal en algunas áreas.

El último verano en Buenos Aires, mientras mi familia se preparaba para transferirse a Colón, con mi hermana buscábamos trabajo temporáneo, como siempre. Lola entró como secretaria en un periódico judicial, se había preparado en las prestigiosas Academias Pitman, además de cursar la escuela comercial. Yo conseguí empleo como taquígrafa en una empresa mayorista de importación de telas, Enrique Marber e Hijo, a pocos metros del obelisco. Para mí fue una experiencia muy positiva. Cuando en el mes de marzo le comuniqué a mi empleador que dejaba el puesto porque mi familia se mudaba al interior no lo podía creer, me ofreció un aumento importante para que desistiera. Lo rechacé. Lamentaba irme pero no me podía quedar sola en Buenos Aires.

Pasados los primeros días en la nueva casa, cada uno inició nuevas actividades. Mi padre como transportista, mi madre con su granja, mis hermanos menores en la escuela del barrio. Lola como vendedora en una zapatería del centro, Casa Reali, y yo en la tienda El Chiche. El trabajo me agradaba, era un ambiente familiar, aprendía el arte de vender, preparaba la pequeña vidriera, ganaba amigos entre los clientes. Me sentía muy bien con mis empleadores, un matrimonio joven, Delmo y Magdalena, con un hijo en edad escolar.

Poco a poco me brindaron su confianza y me permitieron no sólo cambiar el estilo de la vidriera sino hasta elegir telas y prendas cuando trataban con los viajantes o representantes de las tiendas mayoristas. Creo que el espaldarazo me lo dio una clienta muy distinguida cuando entró preguntando: ¿ésta es la Boutique Signifredi?

Entretanto yo seguía buscando un trabajo acorde con mi título de Perito Mercantil. Luego de un año apareció en el diario local un aviso que pedía secretaria con conocimientos contables, me presenté y después de una entrevista con el empresario fui incorporada al personal de la empresa constructora Lau-Vil. Otra vez mis empleadores se sintieron mal por mi renuncia y se conformaron cuando mi hermana aceptó el ofrecimiento que le hicieron de mejores condiciones laborales y dejó el puesto en la zapatería para reemplazarme en la tienda. Ambas teníamos buena preparación, experiencia y simpatía natural.

Me sentía en lo mío en el nuevo empleo. Pronto gané la confianza de mi jefe, organicé la contabilidad, aprendí todo lo relacionado con la construcción, estudié dibujo arquitectónico por correo en la famosa escuela de dibujo Di Vito de Buenos Aires. La vocación por Medicina quedaba suspendida y era reemplazada por tareas que me llenaban de entusiasmo y me daban muchas satisfacciones profesionales.

Al mismo tiempo nos integrábamos a la vida social de la ciudad, al Círculo Italiano, a la piscina del Club Hispano, los bailes sociales, los partidos de papi fútbol, los torneos de básquet y tantas otras actividades. Yo pensaba: "Colón es un Paraíso, y sus habitantes no se dan cuenta de ello". Un paraíso de amigos, fiestas sociales y familiares y de romances. Mi noviazgo se fue afirmando y pronto también mi hermana eligió entre una nube de admiradores un joven que sería luego su esposo, Germán.

¿Podíamos pedir más? No, por ahora. ¿Y la vida espiritual? Estaba reducida a la misa de los domingos, pero para nosotras era más que suficiente.

1 comentario:

  1. Juana Victoria Galeano1 de noviembre de 2011, 17:05

    Creo que omitì algo importante, la fecha. Llegamos a Colòn en 1956. Espero que no se asusten demasiado mis nietos y los lectores màs jòvenes, en el siglo pasado!!

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