sábado, 28 de agosto de 2010

Cátedra de caligrafía-dibujo

La historia de cada uno está siempre ligada a la circunstancia histórica del tiempo y del lugar donde vive.

Cuando mi familia se trasladó a una ciudad del interior, distante casi trescientos kilómetros de la Capital Federal, parecía que mis proyectos quedaban cancelados o anulados para siempre. El anhelo de ser médica ya había pasado al archivo, no tanto por la imposibilidad de cursar estudios universitarios como por una decisión interior mía. Cuando debí realizar las tareas prácticas en el laboratorio de Histopatología sentí que no me agradaba el contacto con el material, tejidos humanos, ni el olor contínuo a formol de hido, o lo que era peor aún, el olor a enfermedad y muerte. Me había acostumbrado a ver fetos, órganos, o a sentir la sierra que cortaba huesos humanos para preparar las biopsias. Eso ya no me afectaba. Sin embargo, el olor era algo casi insoportable. Se metía en mi cerebro, contaminaba mis ropas. Cuando llegaba a casa mi madre me decía: quitate rápido el vestido, huele a morgue!

Aquello no era para mí, lo lamentaba, porque me apasionaba el estudio de la medicina. Claro que no podía ser algo teórico, mis amigos mayores me alentaban para que continuara, "luego te acostumbras también a sentir los olores", me decían. Pero yo dudaba.

El día que me entregaron el certificado de estudios donde constaba mi título de Preparadora de Histología salí casi corriendo del hospital, sin mirar para atrás. Sentía un gran alivio, había finalizado una etapa, ahora esperaría o intentaría algo diferente.

Y el otro proyecto? Aquel de ser docente, el primero de mi adolescencia. Parecía que también debía olvidarlo. En Colón no había Escuela Normal, solo un Instituto privado que llevaba el nombre de la ciudad donde se podía cursar un ciclo básico trienal. Los jóvenes de familias ricas viajaban a Pergamino para continuar estudios superiores. No era mi caso.

Debía salir adelante con lo que tenía, un título secundario y otro terciario. Era suficiente. Además no era algo que me preocupaba demasiado, tal vez debido a la inocencia y el entusiasmo propio de la juventud. Había materias pendientes en cuanto a proyectos y ambiciones, la vida se presentaba como un tablero de ajedrez, era necesario pensar mucho antes de mover una pieza, pero la posibilidad del jaque estaba latente.

Luego de pasar por la experiencia de vendedora en la tienda o "Boutique El Chiche", como dijo una clienta, había ascendido y ahora era secretaria y auxiliar administrativa en una empresa constructora importante: Lau-Vil. Cuando les digo a mis nietas que en esos tiempos no existía la computadora y escribía cartas y circulares con la Remigton, al tacto y velozmente, o llenaba formularios y recibos con letra manuscrita, no lo pueden creer. Sin embargo de esa tarea surgió la posibilidad de concretar el viejo proyecto de ser docente. Casi como por casualidad o como por milagro.

Un día llegó a la oficina el farmacéutico del barrio, don Herminio Noé, a efectuar unos pagos y debí extenderle un recibo; bajo su atenta mirada decidí lucirme y escribí con letra caligráfica, con pluma cucharita y tinta fluida azul, su nombre y el importe. El hombre quedó asombrado ante tanta precisión y belleza. Me preguntó dónde había estudiado y que título tenía, con orgullo le respondí: "Estudié en Buenos Aires y soy Perito Mercantil Nacional".
Pocos días después me llamó a su oficina y me propuso una cátedra como profesora de Caligrafía-Dibujo en el Instituto Adscripto Colón del cual don Herminio era el Vicedirector, algo que yo ignoraba por ser nueva en la ciudad.

Me presenté en la escuela, llené la solicitud, entregué mi curriculum, que en ese tiempo no se llamaba así, por supuesto. Me aceptaron y algunos meses después, cuando se iniciaba el ciclo superior comercial por primera vez en la historia de la ciudad me vi ante una clase de más de veinte adolescentes. Ellos asombrados y felices de tener una profesora tan joven, yo emocionada y un poco temerosa. Sería docente, se cumplirían mis deseos. Me preguntaba si estaba preparada para la responsabilidad que tenía delante. De todos modos creía que no sería por mucho tiempo, me habían pedido que dictara la materia hasta que llegara una persona con más experiencia.

Recuerdo el primer día, yo esperaba al preceptor que me presentaria a los alumnos, entretanto miraba una clase de Biología del profesor que me antecedía, era don Herminio, había escrito en el pizarrón el número once con grandes caracteres y preguntaba al grupo de jovencitos a su cargo: Ven este número? Qué número es? Los chicos repondían a coro: Once! Bien, continuó él con voz autoritaria, esos son los años que hace que dicto esta materia, por lo tanto ninguno de ustedes podrá hacerme trampas, ni mentirme, yo sé más que ustedes y cuando ustedes van...yo estoy de vuelta! Al oir aquello pensé: "Si tengo que estar ese tiempo frente a un aula como profesora me muero de sòlo pensarlo!" En ese momento no me imaginaba que estaría como docente, en esa misma escuela, nada más y nada menos que veinticinco años!, y cinco más en otra escuela similar, sin morirme de angustia, con gran felicidad. A veces decìa: hago lo que me hace feliz y encima me pagan por ello, gracias! Claro que no todo fueron rosas, tambièn pasè momentos muy difìciles.
A partir de aquel 19 de marzo de 1958 me esperaba un largo camino de lágrimas y sonrisas como docente.

1 comentario:

  1. Seguro es así, la caligrafía tiene mucho que ver con la historia de cada época y cada lugar. Yo estoy decidiendo sobre cuál de las carreras a distancia elegir, me gusta mucho dibujo, pero también todo lo que esté relacionado con arte y caligrafía.

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