martes, 7 de junio de 2011

Regresando al Paraíso


Los que viajamos decimos que venir a Europa nos “abre la cabeza”, nos da una visión renovada de todo, de las cosas que nos rodean, de los otros y de nosotros.
Puedo ampliar el concepto. Venir nos cambia, regresar también. Tal vez por eso dicen que “Partir es morir un poco”. Es muerte y es vida. Es crecer y evolucionar, hace bien.

La lejanía envuelve los recuerdos en una neblina de olvido y de idealización. Aquello, el país, los amigos, los parientes, pasa a ser perfecto, único. Como dice un tango de Gardel: “...Volver, con el alma aferrada a un dulce recuerdo...” con el anhelo de regresar a la infancia perdida, la casa paterna, los juegos y los romances juveniles. La realidad queda de este lado del océano, con sus problemas y preocupaciones, con las situaciones personales o circunstanciales a veces penosas o difíciles de sobrellevar, casi siempre sin solucionar.

Yo diría que partir es huir un poco, buscando en otra parte la felicidad, la paz interior, el Paraíso recuperado. Y qué mejor lugar que volver al punto de partida? A una situación casi embrionaria, por el camino de las miguitas que se dejaron esparcidas marcando el sendero, como un personaje de los cuentos infantiles, aquel que se perdía en el bosque, creo que era Pulgarcito.

Llegué a mi ciudad natal en octubre del 2010, regresé a mi casa en Italia en marzo del 2011. Cinco meses en el Paraíso? Bueno... no tanto, digamos en mi país de origen. Luego de un viaje de más de veinticuatro horas, pasando por Chile, llegué a Ezeiza en las primeras horas del día y esperé que saliera el sol para tomar el bus que me llevaría a Colón. Cinco horas más cruzando Buenos Aires hacia el norte.

El paisaje era muy diferente al europeo. Ahora todo era amplio, grande, el horizonte se veía siempre ante mis ojos como una línea casi pura, podía contar las nubes, o entretenerme con las siluetas que formaban: una señora tomando sol, un angelito regordete, una carroza tirada por dos caballos alados. Otra opción era mirar las figuras reales, niños corriendo o jugando, perros sueltos de todos los colores y tamaños, un viejo carro cargado con cartones conducido por un robusto percherón o los puestos callejeros que preparaban choripanes o grandes hotdog, que se vendían por pocos centavos, una multidud de vendedores ambulantes, de helados, sánguches y gaseosas, todo más o menos casero, sin etiquetas y por supuesto sin fecha de vencimiento o indicación de los ingredientes, cosa impensable en Europa. Interiormente me prometía no comprar ni consumir aquello que consideraba comida chatarra, contaminada y engordante. Luego de dos o tres horas de viaje y después de haber rechazado los ofrecimientos de los muchachos que subían en cada parada del bus, acuciada por el hambre y la sed, claudiqué y adquirí un sánguche de jamón y queso y una latita de gaseosa light, devoré todo con gusto. Estaban exquisitos!! Parecían frescos, recién hechos, el vendedor no usaba pinzas ni guantes, pero los alimentos venían en bolsitas y el joven que me los alcanzó era muy simpático. Estaba otra vez en el Paraíso argentino. “Welcome to Buenos Aires”.

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