Cambian los tiempos, cambian las costumbres. Mis nietos estudian computación e idiomas, inglés, alemán. En mi adolescencia eran otras las materias que se preparaban fuera del programa escolar. Para las niñas era casi obligatorio cursar Corte y Confección o Piano.
Al finalizar sexto grado, en el 1950, antes de comenzar el secundario y con tan sólo doce años mi madre me sugirió entrar como aprendiza durante ese verano en el taller de alta costura de Ramona, una modista fina que se especializaba en vestidos de fiesta, para novias y madrinas; recibía como alumnas sólo a jóvenes con aptitudes para el oficio. Luego de un breve examen me aceptó y para mí fue un honor incorporarme a su atelier.
Aún recuerdo el día que entré en la espaciosa sala que daba a la calle México, en el barrio Monserrat, de Buenos Aires. Me parecía un lugar casi mágico, con tantos maniquíes, mesas de trabajo, máquinas de coser, y telas finas, organza, seda, encajes por doquier. Yo era la más joven, la única aprendiza, varias mujeres trabajaban cortando, cosiendo, probando.
De pronto la emoción se mezcló con una angustiosa sensación de fracaso, me dieron ganas de salir corriendo. Ramona daba órdenes a las mayores, controlaba todo, por varios minutos que me parecieron eternos casi no me prestó atención, yo pensaba: "¿qué haré si me manda a coser con una máquina?, ¿y si me dice de cortar un vestido? ¡seguramente haré un papelón!" Nada de eso. Me alcanzó un pequeño imán en forma de U y me dijo: "Junta todos los alfileres que están sobre el piso".
Esa fue la primera lección, una lección de humildad. Lo que yo suponía una magnifica carrera de Alta Costura empezaba de rodillas sobre las tablas de madera lustrada, llenas de finas vetas entre las cuales se escondían caprichosamente decenas de agujas. Luego vino el cortar los hilos del punto flojo, más tarde el sulfilado, el aprendizaje del hilvanado, y ya casi al terminar el verano pasé al uso de la plancha abriendo costuras, un trabajo difícil que exigía mucha prolijidad.
Dos años después, mi hermana y yo entramos como alumnas en las famosas Academias Singer de Av. Colón y Belgrano, era una escuela privada donde enseñaban un curso de Corte y Confección de tres años. Lola terminó la carrera, tenía una auténtica vocación por el arte de la costura, luego se dedicó a la confección de trajes de novia con gran éxito. Yo cursé sólo primer año, a pesar de ello logré confeccionar mi vestido de los quince, de organza color celeste, con pollera plato y un lazo en la cintura, cosido a mano como exigía mi profesora, la Sra. Schiavone. Luego una blusa blanca de seda y una hermosa pollera acampanada de poplin negro estampado con grandes margaritas que lucí aquel verano en nuestro primer viaje a Mar del Plata.
No llegué a montar un atelier propio como mi hermana pero lo que aprendí en ese tiempo me fue útil toda la vida. Era un placer comprar dos metros de una linda tela y hacer un vestido para estrenar el fin de semana en pocas horas con un costo muy bajo. Tiempos sin tv, sin internet, sin celulares. El día alcanzaba para todo: ir a la escuela, aprender algún oficio, armar sobres para el taller del barrio, estudiar, y hasta... ¡escuchar la radio! Sin piano y sin inglés.
domingo, 23 de mayo de 2010
jueves, 13 de mayo de 2010
Un tiempo de vacas flacas
A veces los tiempos más difíciles, de vacas flacas, son paradójicamente los más activos y llenos de sorpresas, con muchas lágrimas pero a la vez con muchas sonrisas.
Mis dieciseis años coincidieron con el penúltimo de la carrera comercial y el segundo en la Escuela de Preparadores. A veces trato de recordar cómo lograba hacer tantas cosas a la vez.
Por la mañana las clases en el Hospital Rawson, por la tarde la Escuela de Comercio, luego a la Biblioteca para tomar apuntes, y aún quedaba tiempo para tomar clases de Dibujo en una academia del barrio que funcionaba en un Centro Cívico, dos veces por semana; los sábados a la tarde cumplía con Gimnasia en un club de Palermo. Los domingos íbamos a la casa de Monte Chingolo, donde nos encontrábamos con los invitados especiales de mis padres: mis tíos y primos. Todos disfrutábamos de un día sin el bullicio ciudadano, con mucho aire y sol, asado que preparaba mi padre y abundantes ensaladas. Juegos y diversión al por mayor en un ambiente natural.
Cuando terminó el período lectivo en noviembre sólo me restaba rendir los exámenes finales en el Rawson. En pocos días debía prepararme a fondo; la terraza del edificio era el lugar más tranquilo, lejos de las travesuras de mis hermanos menores. Para algunos temas difíciles contaba con la ayuda de Ricardo, un estudiante de medicina que rendía las prácticas de Histología en la cátedra del Dr. Mosto, éramos sólo amigos, aunque yo lo admiraba, me parecía inteligente, muy buen mozo, él tenía novia en su ciudad natal, Mendoza, y me trataba con mucho respeto. ¡Qué pena!
Pasada la primera semana de diciembre y aprobadas las materias me lancé, como cada verano, a buscar un empleo como cadeta. Esta vez fue en una marroquinería de la calle Santa Fe, para controlar la calidad de los artículos de cuero, colocar etiquetas con los precios y en algunas oportunidades entregar cosas pequeñas, billeteras, bolsos de mano, a clientes que se hospedaban en el Hotel Crillon, vecino al negocio. Cuando llegaba algún barco con pasajeros importantes debía preparar las invitaciones y escribir "Welcome to Buenos Aires" con letra caligráfica. Recuerdo que en una oportunidad vino a comprar artículos de cuero de cocodrilo un actor famoso de películas del "far west", Walter Pidgeon, muy alto, guapísimo, todos le pedían autógrafos, yo no me animé.
El personal de la Casa Pisk estaba formado por: una señora alemana, Froilen Beatriz, una francesa, otra italiana, Guillermo, el cadete y yo, los únicos argentinos. El propietario se llamaba Carlos Pisk, un austríaco judío, que me trató siempre con respeto y mucho cariño.
Cuando pasaron las fiestas, en enero, mis padres decidieron viajar a Colón para pasar allí las vacaciones. La familia que había alquilado durante más de diez años nuestra casa del Barrio Mitre se mudaba al centro y la dejaba libre. Me resultó difícil comunicarle a mi empleador que dejaba el puesto. Se mostró consternado, él y su esposa me apreciaban y contaban conmigo. Finalmente aceptaron la situación, me pagaron el sueldo, aguinaldo y vacaciones proporcionales y me regalaron una suma adicional; antes de despedirme debí prometerles que no abandonaría los estudios. Ambos se habían interesado por mi boletín de calificaciones y estaban orgullosos de mis notas, como si fuera una hija.
Un año pleno de actividades, de estudio, trabajo y amigos nuevos. Y no sólo... hasta hubo tiempo para iniciar algún romance juvenil, con José María, el vecino de mi amiga Rosita, una relación que duró muy poco y consistía en aceptar su compañía a la salida de la escuela, y algún tímido beso de despedida al llegar a mi casa. Me parecía tremendamente aburrido y formal, de modo que un día le dije que no quería salir más con él; me contestó muy cortésmente: “Bueno... está bien, no me gusta obligar a nadie”, y nos despedimos como amigos, con un apretón de manos y una sonrisa.
Mi segundo pretendiente no fue tan amable, lo había conocido en un baile de Carnaval del Centro Lucense, en el barrio de Congreso. Íbamos a bailar con mi hermana y un grupo de amigas del Comercial acompañadas por mi madre, se usaba así y a nadie le parecía mal, al contrario, las otras chicas apreciaban mucho a mi mamà y sus familias confiaban en ella para autorizar las salidas. Enrique era hijo de inmigrantes españoles al igual que José María, y cursaba el quinto año en la Escuela Industrial N°11, vecina al Comercial. No me parecía tan guapo pero era muy simpático y educado; algo que me movió a aceptar su galanteo fue el hecho de que no sólo me esperaba a la salida de la escuela sino que los fines de semana me invitaba, junto a mi hermana, al cine. Ahora sí, era casi un novio, como los de mis condiscípulas. El romance sin embargo duró pocos meses.
En enero partimos con mi familia hacia Colón. Pasamos allá el verano. Buenos Aires parecía muy lejano, nuevos intereses, amigos y diversiones me permitieron poner en claro mis sentimientos. Iniciaba una nueva etapa. Cuando ya pensaba que enamorarme era imposible, conocí al hombre que luego sería el compañero de toda mi vida. Había llegado el Amor. Al regresar en marzo a Buenos Aires corté mi relación con Enrique. No se resignó fácilmente y trató de cambiar mi voluntad con ruegos y amenazas. Esta vez no hubo una despedida amable. Para mí comenzaba un hermoso tiempo de sonrisas.
Mis dieciseis años coincidieron con el penúltimo de la carrera comercial y el segundo en la Escuela de Preparadores. A veces trato de recordar cómo lograba hacer tantas cosas a la vez.
Por la mañana las clases en el Hospital Rawson, por la tarde la Escuela de Comercio, luego a la Biblioteca para tomar apuntes, y aún quedaba tiempo para tomar clases de Dibujo en una academia del barrio que funcionaba en un Centro Cívico, dos veces por semana; los sábados a la tarde cumplía con Gimnasia en un club de Palermo. Los domingos íbamos a la casa de Monte Chingolo, donde nos encontrábamos con los invitados especiales de mis padres: mis tíos y primos. Todos disfrutábamos de un día sin el bullicio ciudadano, con mucho aire y sol, asado que preparaba mi padre y abundantes ensaladas. Juegos y diversión al por mayor en un ambiente natural.
Cuando terminó el período lectivo en noviembre sólo me restaba rendir los exámenes finales en el Rawson. En pocos días debía prepararme a fondo; la terraza del edificio era el lugar más tranquilo, lejos de las travesuras de mis hermanos menores. Para algunos temas difíciles contaba con la ayuda de Ricardo, un estudiante de medicina que rendía las prácticas de Histología en la cátedra del Dr. Mosto, éramos sólo amigos, aunque yo lo admiraba, me parecía inteligente, muy buen mozo, él tenía novia en su ciudad natal, Mendoza, y me trataba con mucho respeto. ¡Qué pena!
Pasada la primera semana de diciembre y aprobadas las materias me lancé, como cada verano, a buscar un empleo como cadeta. Esta vez fue en una marroquinería de la calle Santa Fe, para controlar la calidad de los artículos de cuero, colocar etiquetas con los precios y en algunas oportunidades entregar cosas pequeñas, billeteras, bolsos de mano, a clientes que se hospedaban en el Hotel Crillon, vecino al negocio. Cuando llegaba algún barco con pasajeros importantes debía preparar las invitaciones y escribir "Welcome to Buenos Aires" con letra caligráfica. Recuerdo que en una oportunidad vino a comprar artículos de cuero de cocodrilo un actor famoso de películas del "far west", Walter Pidgeon, muy alto, guapísimo, todos le pedían autógrafos, yo no me animé.
El personal de la Casa Pisk estaba formado por: una señora alemana, Froilen Beatriz, una francesa, otra italiana, Guillermo, el cadete y yo, los únicos argentinos. El propietario se llamaba Carlos Pisk, un austríaco judío, que me trató siempre con respeto y mucho cariño.
Cuando pasaron las fiestas, en enero, mis padres decidieron viajar a Colón para pasar allí las vacaciones. La familia que había alquilado durante más de diez años nuestra casa del Barrio Mitre se mudaba al centro y la dejaba libre. Me resultó difícil comunicarle a mi empleador que dejaba el puesto. Se mostró consternado, él y su esposa me apreciaban y contaban conmigo. Finalmente aceptaron la situación, me pagaron el sueldo, aguinaldo y vacaciones proporcionales y me regalaron una suma adicional; antes de despedirme debí prometerles que no abandonaría los estudios. Ambos se habían interesado por mi boletín de calificaciones y estaban orgullosos de mis notas, como si fuera una hija.
Un año pleno de actividades, de estudio, trabajo y amigos nuevos. Y no sólo... hasta hubo tiempo para iniciar algún romance juvenil, con José María, el vecino de mi amiga Rosita, una relación que duró muy poco y consistía en aceptar su compañía a la salida de la escuela, y algún tímido beso de despedida al llegar a mi casa. Me parecía tremendamente aburrido y formal, de modo que un día le dije que no quería salir más con él; me contestó muy cortésmente: “Bueno... está bien, no me gusta obligar a nadie”, y nos despedimos como amigos, con un apretón de manos y una sonrisa.
Mi segundo pretendiente no fue tan amable, lo había conocido en un baile de Carnaval del Centro Lucense, en el barrio de Congreso. Íbamos a bailar con mi hermana y un grupo de amigas del Comercial acompañadas por mi madre, se usaba así y a nadie le parecía mal, al contrario, las otras chicas apreciaban mucho a mi mamà y sus familias confiaban en ella para autorizar las salidas. Enrique era hijo de inmigrantes españoles al igual que José María, y cursaba el quinto año en la Escuela Industrial N°11, vecina al Comercial. No me parecía tan guapo pero era muy simpático y educado; algo que me movió a aceptar su galanteo fue el hecho de que no sólo me esperaba a la salida de la escuela sino que los fines de semana me invitaba, junto a mi hermana, al cine. Ahora sí, era casi un novio, como los de mis condiscípulas. El romance sin embargo duró pocos meses.
En enero partimos con mi familia hacia Colón. Pasamos allá el verano. Buenos Aires parecía muy lejano, nuevos intereses, amigos y diversiones me permitieron poner en claro mis sentimientos. Iniciaba una nueva etapa. Cuando ya pensaba que enamorarme era imposible, conocí al hombre que luego sería el compañero de toda mi vida. Había llegado el Amor. Al regresar en marzo a Buenos Aires corté mi relación con Enrique. No se resignó fácilmente y trató de cambiar mi voluntad con ruegos y amenazas. Esta vez no hubo una despedida amable. Para mí comenzaba un hermoso tiempo de sonrisas.
miércoles, 5 de mayo de 2010
Crisis hubo siempre
En este momento se dice que hay una crisis de alcance mundial. Países del llamado primer mundo, como Italia y otros europeos, aún Estados Unidos, potencia líder en América, sufren desequilibrios muy serios en su economía, que afecta principalmente a los sectores más débiles como trabajadores, familias numerosas, jubilados y estudiantes. Para los más jóvenes esta crisis es motivo de desorientación, inquietud y miedo ante un porvenir que se presenta incierto. Busco el significado de la palabra crisis en el diccionario y la define como un cambio brusco, una variación o una situación de dificultad. Es lógico entonces que muchos se sientan angustiados ante cualquier fenómeno de este tipo.
Cuando llegué a la adolescencia, varios cambios sacudieron el país y golpearon fuerte en la economía de mi familia. Finalizaba el segundo año de la secundaria y mi padre había perdido su empleo en la Construccion Naval, en los astillero de Puerto Nuevo. Un cambio en la política sindical, nuevos contratos, la presión gubernamental que coartaba la libertad de los convenios laborales obligaron a la creación de nuevas estructuras que mi padre no pudo o no quiso acepar. Así, bruscamente, mi familia perdió la seguridad de un empleo bien remunerado, con aportes y beneficios que permitían planificar un presupuesto, cubrir las necesidades básicas y aún formar un fondo de previsión y ahorro.
Cuando faltaba poco para el inicio del cuarto año, mis padres me comunicaron que la situación económica de la casa era grave y por lo tanto tendría que abandonar los estudios para trabajar, tal vez en alguna fábrica de la zona. Al principio me sentí consternada, después de pensarlo les hice una contrapropuesta: si el problema era como me habían dicho que no tendrían dinero para comprarme los libros yo estudiaría en la biblioteca y tomaría apuntes, en cuanto a los viáticos podía ir caminando hasta la escuela, eran menos de dos kilómetros. Usaría el mismo delantal. El reglamento escolar exigía uniforme, sacón naval negro o azul, zapatos abotinados, marrones o negros, medias claras, el cabello recogido con cintas azules y otros accesorios no tan costosos. Todo podía durar dos años más. Mi hermana se adhirió al plan de emergencia. Luego de algunos cabildeos recibimos la aprobación y empezamos el último tramo con disciplina y férrea voluntad de nuestra parte y el apoyo familiar. Enfrentaríamos juntos la crisis.
En cuanto a mí, esta prueba reforzó mi voluntad y los deseos de superación. No sólo entraría en cuarto año del Comercial, a la vez iniciaría una carrera terciaria en la Escuela Municipal de Preparadores de Histología que funcionaba en el Hospital Rawson. Eran los primeros pasos para llevar a cabo un proyecto más ambicioso: estudiar Medicina.
Una compañera, Teresa Urda, me propuso la inscripción al curso que iniciaría en abril, era un programa de tres años, dos de teoría y uno de práctica. Dado que seríamos la primera promoción entraríamos ambas con un plan especial; su madre, que era obstetra del hospital nos presentó al director, el Dr. Adolfo Mosto, a quien solicitamos cursar la teoría paralelamente con los dos últimos años del comercial y cumplir con las prácticas al mismo tiempo entrando como empleadas ad honórem, sin sueldo, en el laboratorio de Histopatología del Rawson. Luego de cumplir con varios trámites aceptaron la propuesta con la condición de entregarnos el título de Preparadoras cuando presentáramos el de Perito Mercantil.
Mi entusiasmo cubrió toda dificultad; me levantaba muy temprano, algunas veces a pie, otras en colectivo, llegaba al hospital en el barrio de Constitución, antes de las 8. Las clases se extendían hasta las 12. Las materias eran muy interesantes, Anatomía, Histología, Técnica Histológica, Matemática y Física. De lunes a sábados. Teníamos exámenes parciales a mediados de año y los finales en diciembre. Las prácticas se desarrollaban en el laboratorio de histopatología, el material provenía de la morgue, se trataba de necropsias, tejidos retirados de muertos, que se cortaban en pequeñas láminas de dos o tres micrones y se coloraban y fijaban con líquidos especiales. Una labor muy delicada. Llegaba a casa y, sin sacarme el delantal, comía apresuradamente algunos bocados, luego corría hasta la parada del colectivo 122 en la Av.Belgrano, bajaba presurosa en Pichincha y entraba a la escuela comercial cuando ya cerraban el pesado portón; eran los últimos minutos, entrar por la puerta anexa significaba media falta.
Todo aquel sacrificio tendría su premio y me permitiría, como preparadora, formar parte del personal hospitalario y ganar un sueldo para pagar la carrera de Medicina. Ese era mi proyecto.
¿Crisis? Pasé varias a través de mi vida, todas me sirvieron para fortalecer mi voluntad de salir adelante; esta de mi adolescencia era la primera de la cual tenía conocimiento. Mis padres habían pasado otras, como la del 30, o las de la segunda guerra mundial, a ellos tampoco los asustaba lo imprevisto.
Cuando llegué a la adolescencia, varios cambios sacudieron el país y golpearon fuerte en la economía de mi familia. Finalizaba el segundo año de la secundaria y mi padre había perdido su empleo en la Construccion Naval, en los astillero de Puerto Nuevo. Un cambio en la política sindical, nuevos contratos, la presión gubernamental que coartaba la libertad de los convenios laborales obligaron a la creación de nuevas estructuras que mi padre no pudo o no quiso acepar. Así, bruscamente, mi familia perdió la seguridad de un empleo bien remunerado, con aportes y beneficios que permitían planificar un presupuesto, cubrir las necesidades básicas y aún formar un fondo de previsión y ahorro.
Cuando faltaba poco para el inicio del cuarto año, mis padres me comunicaron que la situación económica de la casa era grave y por lo tanto tendría que abandonar los estudios para trabajar, tal vez en alguna fábrica de la zona. Al principio me sentí consternada, después de pensarlo les hice una contrapropuesta: si el problema era como me habían dicho que no tendrían dinero para comprarme los libros yo estudiaría en la biblioteca y tomaría apuntes, en cuanto a los viáticos podía ir caminando hasta la escuela, eran menos de dos kilómetros. Usaría el mismo delantal. El reglamento escolar exigía uniforme, sacón naval negro o azul, zapatos abotinados, marrones o negros, medias claras, el cabello recogido con cintas azules y otros accesorios no tan costosos. Todo podía durar dos años más. Mi hermana se adhirió al plan de emergencia. Luego de algunos cabildeos recibimos la aprobación y empezamos el último tramo con disciplina y férrea voluntad de nuestra parte y el apoyo familiar. Enfrentaríamos juntos la crisis.
En cuanto a mí, esta prueba reforzó mi voluntad y los deseos de superación. No sólo entraría en cuarto año del Comercial, a la vez iniciaría una carrera terciaria en la Escuela Municipal de Preparadores de Histología que funcionaba en el Hospital Rawson. Eran los primeros pasos para llevar a cabo un proyecto más ambicioso: estudiar Medicina.
Una compañera, Teresa Urda, me propuso la inscripción al curso que iniciaría en abril, era un programa de tres años, dos de teoría y uno de práctica. Dado que seríamos la primera promoción entraríamos ambas con un plan especial; su madre, que era obstetra del hospital nos presentó al director, el Dr. Adolfo Mosto, a quien solicitamos cursar la teoría paralelamente con los dos últimos años del comercial y cumplir con las prácticas al mismo tiempo entrando como empleadas ad honórem, sin sueldo, en el laboratorio de Histopatología del Rawson. Luego de cumplir con varios trámites aceptaron la propuesta con la condición de entregarnos el título de Preparadoras cuando presentáramos el de Perito Mercantil.
Mi entusiasmo cubrió toda dificultad; me levantaba muy temprano, algunas veces a pie, otras en colectivo, llegaba al hospital en el barrio de Constitución, antes de las 8. Las clases se extendían hasta las 12. Las materias eran muy interesantes, Anatomía, Histología, Técnica Histológica, Matemática y Física. De lunes a sábados. Teníamos exámenes parciales a mediados de año y los finales en diciembre. Las prácticas se desarrollaban en el laboratorio de histopatología, el material provenía de la morgue, se trataba de necropsias, tejidos retirados de muertos, que se cortaban en pequeñas láminas de dos o tres micrones y se coloraban y fijaban con líquidos especiales. Una labor muy delicada. Llegaba a casa y, sin sacarme el delantal, comía apresuradamente algunos bocados, luego corría hasta la parada del colectivo 122 en la Av.Belgrano, bajaba presurosa en Pichincha y entraba a la escuela comercial cuando ya cerraban el pesado portón; eran los últimos minutos, entrar por la puerta anexa significaba media falta.
Todo aquel sacrificio tendría su premio y me permitiría, como preparadora, formar parte del personal hospitalario y ganar un sueldo para pagar la carrera de Medicina. Ese era mi proyecto.
¿Crisis? Pasé varias a través de mi vida, todas me sirvieron para fortalecer mi voluntad de salir adelante; esta de mi adolescencia era la primera de la cual tenía conocimiento. Mis padres habían pasado otras, como la del 30, o las de la segunda guerra mundial, a ellos tampoco los asustaba lo imprevisto.
domingo, 2 de mayo de 2010
Junto al mar
No puedo evitar el hacer comparaciones entre mi adolescencia y la de mis nietas, sin embargo encuentro diferencias pero no condeno ni premio a ninguna, en el fondo siempre está el mismo impulso vital, el de la juventud que busca, que anhela, a veces no sabe muy bien qué cosa pero avanza inexorable.
Trabajar era una necesidad y a la vez un placer. Durante todo el año con mi hermana hacíamos sobres para un taller gráfico del barrio; entramos recomendadas por una compañera de la escuela primaria cuando yo cursaba sexto grado y Lola cuarto, la retribución era muy baja, pocos centavos cada cien piezas, pero ganábamos el dinero que nos permitía cubrir nuestros gastos escolares y aún aportar algo para la casa. A veces mamá nos ayudaba cuando había una entrega de urgencia o el material era difícil de trabajar, sobres de celofán o de papel muy fino, si el bulto era muy pesado también papá colaboraba llevando los paquetes. Hicimos ese trabajo durante más de cinco años.
En las vacaciones tomábamos otros empleos. Las clases terminaban en noviembre y ya el primero de diciembre muy temprano comprábamos el diario al canillita de Venezuela y Bolívar para marcar los pedidos de cadetas. En el verano del primer año del secundario fue el trabajo como secretaria en la imprenta, en el del segundo un diario alemán me contrató para escribir a mano sobres publicitarios; era una tarea pesada y mal pagada, en un ambiente desagradable al cual no pude integrarme y finalmente me despidieron. Un fracaso exitoso que me permitió evaluar desde entonces con mas cuidado las ofertas lavorativas.
Cuando finalizó mi tercer año ocurrió algo maravilloso: con mi hermana nos habíamos anotado en una lista de vacaciones escolares, sin hacernos muchas ilusiones. Era todo gratis, pagado por el gobierno, diez días en una ciudad balnearia, Chapadmalal, a pocos kilómetros de Mar del Plata. Las aspirantes eran muchas, de todas las escuelas secundarias de la Capital. Tuvimos la suerte de resultar favorecidas y nos avisaron antes del fin del ciclo lectivo que salíamos en los micros especiales en el primer turno de diciembre. Para mi hermana y para mí era el primer verano junto al mar. Mis padres firmaron la autorización y partimos hacia la aventura.
Diez días que parecían diez años, con tantas cosas interesantes, amistades, diversiones, paseos; a veces me parecía vivir un cuento de hadas, todo nuevo y hermoso. Se trataba de un complejo turístico de ocho grandes edificios de varias plantas en estilo californiano, frente al mar, con conexiones directas a las más importantes ciudades costeras. El N° 5 estaba destinado a las integrantes de la U.E.S. (Unión de Estudiantes Secundarios), con habitaciones triples, amplios ventanales, comedores lujosos, menús especiales, algo que hubiera sido inalcanzable para el presupuesto de mi familia. Nos dividían por turnos y sexos, Rama Femenina y Rama masculina.
Tiempos de Evita y Perón. En el plan de política social el presidente y su esposa habían considerado todo lo referido a los estudiantes: vacaciones, deportes, actividades extra-escolares. Mi padre no era peronista, se mostraba como contrario a una política que consideraba demagógica, mi madre no opinaba ni se interesaba mayormente del tema. Mi hermana y yo tampoco sabíamos nada de política pero éramos muy felices con las vacaciones regaladas. Pasarían muchos años antes de que toda la familia hiciera alguna revisión histórica y tomara distintas posiciones. Hasta papá cambió sus ideales. Pero esa es otra historia.
Trabajar era una necesidad y a la vez un placer. Durante todo el año con mi hermana hacíamos sobres para un taller gráfico del barrio; entramos recomendadas por una compañera de la escuela primaria cuando yo cursaba sexto grado y Lola cuarto, la retribución era muy baja, pocos centavos cada cien piezas, pero ganábamos el dinero que nos permitía cubrir nuestros gastos escolares y aún aportar algo para la casa. A veces mamá nos ayudaba cuando había una entrega de urgencia o el material era difícil de trabajar, sobres de celofán o de papel muy fino, si el bulto era muy pesado también papá colaboraba llevando los paquetes. Hicimos ese trabajo durante más de cinco años.
En las vacaciones tomábamos otros empleos. Las clases terminaban en noviembre y ya el primero de diciembre muy temprano comprábamos el diario al canillita de Venezuela y Bolívar para marcar los pedidos de cadetas. En el verano del primer año del secundario fue el trabajo como secretaria en la imprenta, en el del segundo un diario alemán me contrató para escribir a mano sobres publicitarios; era una tarea pesada y mal pagada, en un ambiente desagradable al cual no pude integrarme y finalmente me despidieron. Un fracaso exitoso que me permitió evaluar desde entonces con mas cuidado las ofertas lavorativas.
Cuando finalizó mi tercer año ocurrió algo maravilloso: con mi hermana nos habíamos anotado en una lista de vacaciones escolares, sin hacernos muchas ilusiones. Era todo gratis, pagado por el gobierno, diez días en una ciudad balnearia, Chapadmalal, a pocos kilómetros de Mar del Plata. Las aspirantes eran muchas, de todas las escuelas secundarias de la Capital. Tuvimos la suerte de resultar favorecidas y nos avisaron antes del fin del ciclo lectivo que salíamos en los micros especiales en el primer turno de diciembre. Para mi hermana y para mí era el primer verano junto al mar. Mis padres firmaron la autorización y partimos hacia la aventura.
Diez días que parecían diez años, con tantas cosas interesantes, amistades, diversiones, paseos; a veces me parecía vivir un cuento de hadas, todo nuevo y hermoso. Se trataba de un complejo turístico de ocho grandes edificios de varias plantas en estilo californiano, frente al mar, con conexiones directas a las más importantes ciudades costeras. El N° 5 estaba destinado a las integrantes de la U.E.S. (Unión de Estudiantes Secundarios), con habitaciones triples, amplios ventanales, comedores lujosos, menús especiales, algo que hubiera sido inalcanzable para el presupuesto de mi familia. Nos dividían por turnos y sexos, Rama Femenina y Rama masculina.
Tiempos de Evita y Perón. En el plan de política social el presidente y su esposa habían considerado todo lo referido a los estudiantes: vacaciones, deportes, actividades extra-escolares. Mi padre no era peronista, se mostraba como contrario a una política que consideraba demagógica, mi madre no opinaba ni se interesaba mayormente del tema. Mi hermana y yo tampoco sabíamos nada de política pero éramos muy felices con las vacaciones regaladas. Pasarían muchos años antes de que toda la familia hiciera alguna revisión histórica y tomara distintas posiciones. Hasta papá cambió sus ideales. Pero esa es otra historia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)