Cambian los tiempos, cambian las costumbres. Mis nietos estudian computación e idiomas, inglés, alemán. En mi adolescencia eran otras las materias que se preparaban fuera del programa escolar. Para las niñas era casi obligatorio cursar Corte y Confección o Piano.
Al finalizar sexto grado, en el 1950, antes de comenzar el secundario y con tan sólo doce años mi madre me sugirió entrar como aprendiza durante ese verano en el taller de alta costura de Ramona, una modista fina que se especializaba en vestidos de fiesta, para novias y madrinas; recibía como alumnas sólo a jóvenes con aptitudes para el oficio. Luego de un breve examen me aceptó y para mí fue un honor incorporarme a su atelier.
Aún recuerdo el día que entré en la espaciosa sala que daba a la calle México, en el barrio Monserrat, de Buenos Aires. Me parecía un lugar casi mágico, con tantos maniquíes, mesas de trabajo, máquinas de coser, y telas finas, organza, seda, encajes por doquier. Yo era la más joven, la única aprendiza, varias mujeres trabajaban cortando, cosiendo, probando.
De pronto la emoción se mezcló con una angustiosa sensación de fracaso, me dieron ganas de salir corriendo. Ramona daba órdenes a las mayores, controlaba todo, por varios minutos que me parecieron eternos casi no me prestó atención, yo pensaba: "¿qué haré si me manda a coser con una máquina?, ¿y si me dice de cortar un vestido? ¡seguramente haré un papelón!" Nada de eso. Me alcanzó un pequeño imán en forma de U y me dijo: "Junta todos los alfileres que están sobre el piso".
Esa fue la primera lección, una lección de humildad. Lo que yo suponía una magnifica carrera de Alta Costura empezaba de rodillas sobre las tablas de madera lustrada, llenas de finas vetas entre las cuales se escondían caprichosamente decenas de agujas. Luego vino el cortar los hilos del punto flojo, más tarde el sulfilado, el aprendizaje del hilvanado, y ya casi al terminar el verano pasé al uso de la plancha abriendo costuras, un trabajo difícil que exigía mucha prolijidad.
Dos años después, mi hermana y yo entramos como alumnas en las famosas Academias Singer de Av. Colón y Belgrano, era una escuela privada donde enseñaban un curso de Corte y Confección de tres años. Lola terminó la carrera, tenía una auténtica vocación por el arte de la costura, luego se dedicó a la confección de trajes de novia con gran éxito. Yo cursé sólo primer año, a pesar de ello logré confeccionar mi vestido de los quince, de organza color celeste, con pollera plato y un lazo en la cintura, cosido a mano como exigía mi profesora, la Sra. Schiavone. Luego una blusa blanca de seda y una hermosa pollera acampanada de poplin negro estampado con grandes margaritas que lucí aquel verano en nuestro primer viaje a Mar del Plata.
No llegué a montar un atelier propio como mi hermana pero lo que aprendí en ese tiempo me fue útil toda la vida. Era un placer comprar dos metros de una linda tela y hacer un vestido para estrenar el fin de semana en pocas horas con un costo muy bajo. Tiempos sin tv, sin internet, sin celulares. El día alcanzaba para todo: ir a la escuela, aprender algún oficio, armar sobres para el taller del barrio, estudiar, y hasta... ¡escuchar la radio! Sin piano y sin inglés.
domingo, 23 de mayo de 2010
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