miércoles, 5 de mayo de 2010

Crisis hubo siempre

En este momento se dice que hay una crisis de alcance mundial. Países del llamado primer mundo, como Italia y otros europeos, aún Estados Unidos, potencia líder en América, sufren desequilibrios muy serios en su economía, que afecta principalmente a los sectores más débiles como trabajadores, familias numerosas, jubilados y estudiantes. Para los más jóvenes esta crisis es motivo de desorientación, inquietud y miedo ante un porvenir que se presenta incierto. Busco el significado de la palabra crisis en el diccionario y la define como un cambio brusco, una variación o una situación de dificultad. Es lógico entonces que muchos se sientan angustiados ante cualquier fenómeno de este tipo.

Cuando llegué a la adolescencia, varios cambios sacudieron el país y golpearon fuerte en la economía de mi familia. Finalizaba el segundo año de la secundaria y mi padre había perdido su empleo en la Construccion Naval, en los astillero de Puerto Nuevo. Un cambio en la política sindical, nuevos contratos, la presión gubernamental que coartaba la libertad de los convenios laborales obligaron a la creación de nuevas estructuras que mi padre no pudo o no quiso acepar. Así, bruscamente, mi familia perdió la seguridad de un empleo bien remunerado, con aportes y beneficios que permitían planificar un presupuesto, cubrir las necesidades básicas y aún formar un fondo de previsión y ahorro.

Cuando faltaba poco para el inicio del cuarto año, mis padres me comunicaron que la situación económica de la casa era grave y por lo tanto tendría que abandonar los estudios para trabajar, tal vez en alguna fábrica de la zona. Al principio me sentí consternada, después de pensarlo les hice una contrapropuesta: si el problema era como me habían dicho que no tendrían dinero para comprarme los libros yo estudiaría en la biblioteca y tomaría apuntes, en cuanto a los viáticos podía ir caminando hasta la escuela, eran menos de dos kilómetros. Usaría el mismo delantal. El reglamento escolar exigía uniforme, sacón naval negro o azul, zapatos abotinados, marrones o negros, medias claras, el cabello recogido con cintas azules y otros accesorios no tan costosos. Todo podía durar dos años más. Mi hermana se adhirió al plan de emergencia. Luego de algunos cabildeos recibimos la aprobación y empezamos el último tramo con disciplina y férrea voluntad de nuestra parte y el apoyo familiar. Enfrentaríamos juntos la crisis.

En cuanto a mí, esta prueba reforzó mi voluntad y los deseos de superación. No sólo entraría en cuarto año del Comercial, a la vez iniciaría una carrera terciaria en la Escuela Municipal de Preparadores de Histología que funcionaba en el Hospital Rawson. Eran los primeros pasos para llevar a cabo un proyecto más ambicioso: estudiar Medicina.

Una compañera, Teresa Urda, me propuso la inscripción al curso que iniciaría en abril, era un programa de tres años, dos de teoría y uno de práctica. Dado que seríamos la primera promoción entraríamos ambas con un plan especial; su madre, que era obstetra del hospital nos presentó al director, el Dr. Adolfo Mosto, a quien solicitamos cursar la teoría paralelamente con los dos últimos años del comercial y cumplir con las prácticas al mismo tiempo entrando como empleadas ad honórem, sin sueldo, en el laboratorio de Histopatología del Rawson. Luego de cumplir con varios trámites aceptaron la propuesta con la condición de entregarnos el título de Preparadoras cuando presentáramos el de Perito Mercantil.

Mi entusiasmo cubrió toda dificultad; me levantaba muy temprano, algunas veces a pie, otras en colectivo, llegaba al hospital en el barrio de Constitución, antes de las 8. Las clases se extendían hasta las 12. Las materias eran muy interesantes, Anatomía, Histología, Técnica Histológica, Matemática y Física. De lunes a sábados. Teníamos exámenes parciales a mediados de año y los finales en diciembre. Las prácticas se desarrollaban en el laboratorio de histopatología, el material provenía de la morgue, se trataba de necropsias, tejidos retirados de muertos, que se cortaban en pequeñas láminas de dos o tres micrones y se coloraban y fijaban con líquidos especiales. Una labor muy delicada. Llegaba a casa y, sin sacarme el delantal, comía apresuradamente algunos bocados, luego corría hasta la parada del colectivo 122 en la Av.Belgrano, bajaba presurosa en Pichincha y entraba a la escuela comercial cuando ya cerraban el pesado portón; eran los últimos minutos, entrar por la puerta anexa significaba media falta.

Todo aquel sacrificio tendría su premio y me permitiría, como preparadora, formar parte del personal hospitalario y ganar un sueldo para pagar la carrera de Medicina. Ese era mi proyecto.
¿Crisis? Pasé varias a través de mi vida, todas me sirvieron para fortalecer mi voluntad de salir adelante; esta de mi adolescencia era la primera de la cual tenía conocimiento. Mis padres habían pasado otras, como la del 30, o las de la segunda guerra mundial, a ellos tampoco los asustaba lo imprevisto.

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