A veces los tiempos más difíciles, de vacas flacas, son paradójicamente los más activos y llenos de sorpresas, con muchas lágrimas pero a la vez con muchas sonrisas.
Mis dieciseis años coincidieron con el penúltimo de la carrera comercial y el segundo en la Escuela de Preparadores. A veces trato de recordar cómo lograba hacer tantas cosas a la vez.
Por la mañana las clases en el Hospital Rawson, por la tarde la Escuela de Comercio, luego a la Biblioteca para tomar apuntes, y aún quedaba tiempo para tomar clases de Dibujo en una academia del barrio que funcionaba en un Centro Cívico, dos veces por semana; los sábados a la tarde cumplía con Gimnasia en un club de Palermo. Los domingos íbamos a la casa de Monte Chingolo, donde nos encontrábamos con los invitados especiales de mis padres: mis tíos y primos. Todos disfrutábamos de un día sin el bullicio ciudadano, con mucho aire y sol, asado que preparaba mi padre y abundantes ensaladas. Juegos y diversión al por mayor en un ambiente natural.
Cuando terminó el período lectivo en noviembre sólo me restaba rendir los exámenes finales en el Rawson. En pocos días debía prepararme a fondo; la terraza del edificio era el lugar más tranquilo, lejos de las travesuras de mis hermanos menores. Para algunos temas difíciles contaba con la ayuda de Ricardo, un estudiante de medicina que rendía las prácticas de Histología en la cátedra del Dr. Mosto, éramos sólo amigos, aunque yo lo admiraba, me parecía inteligente, muy buen mozo, él tenía novia en su ciudad natal, Mendoza, y me trataba con mucho respeto. ¡Qué pena!
Pasada la primera semana de diciembre y aprobadas las materias me lancé, como cada verano, a buscar un empleo como cadeta. Esta vez fue en una marroquinería de la calle Santa Fe, para controlar la calidad de los artículos de cuero, colocar etiquetas con los precios y en algunas oportunidades entregar cosas pequeñas, billeteras, bolsos de mano, a clientes que se hospedaban en el Hotel Crillon, vecino al negocio. Cuando llegaba algún barco con pasajeros importantes debía preparar las invitaciones y escribir "Welcome to Buenos Aires" con letra caligráfica. Recuerdo que en una oportunidad vino a comprar artículos de cuero de cocodrilo un actor famoso de películas del "far west", Walter Pidgeon, muy alto, guapísimo, todos le pedían autógrafos, yo no me animé.
El personal de la Casa Pisk estaba formado por: una señora alemana, Froilen Beatriz, una francesa, otra italiana, Guillermo, el cadete y yo, los únicos argentinos. El propietario se llamaba Carlos Pisk, un austríaco judío, que me trató siempre con respeto y mucho cariño.
Cuando pasaron las fiestas, en enero, mis padres decidieron viajar a Colón para pasar allí las vacaciones. La familia que había alquilado durante más de diez años nuestra casa del Barrio Mitre se mudaba al centro y la dejaba libre. Me resultó difícil comunicarle a mi empleador que dejaba el puesto. Se mostró consternado, él y su esposa me apreciaban y contaban conmigo. Finalmente aceptaron la situación, me pagaron el sueldo, aguinaldo y vacaciones proporcionales y me regalaron una suma adicional; antes de despedirme debí prometerles que no abandonaría los estudios. Ambos se habían interesado por mi boletín de calificaciones y estaban orgullosos de mis notas, como si fuera una hija.
Un año pleno de actividades, de estudio, trabajo y amigos nuevos. Y no sólo... hasta hubo tiempo para iniciar algún romance juvenil, con José María, el vecino de mi amiga Rosita, una relación que duró muy poco y consistía en aceptar su compañía a la salida de la escuela, y algún tímido beso de despedida al llegar a mi casa. Me parecía tremendamente aburrido y formal, de modo que un día le dije que no quería salir más con él; me contestó muy cortésmente: “Bueno... está bien, no me gusta obligar a nadie”, y nos despedimos como amigos, con un apretón de manos y una sonrisa.
Mi segundo pretendiente no fue tan amable, lo había conocido en un baile de Carnaval del Centro Lucense, en el barrio de Congreso. Íbamos a bailar con mi hermana y un grupo de amigas del Comercial acompañadas por mi madre, se usaba así y a nadie le parecía mal, al contrario, las otras chicas apreciaban mucho a mi mamà y sus familias confiaban en ella para autorizar las salidas. Enrique era hijo de inmigrantes españoles al igual que José María, y cursaba el quinto año en la Escuela Industrial N°11, vecina al Comercial. No me parecía tan guapo pero era muy simpático y educado; algo que me movió a aceptar su galanteo fue el hecho de que no sólo me esperaba a la salida de la escuela sino que los fines de semana me invitaba, junto a mi hermana, al cine. Ahora sí, era casi un novio, como los de mis condiscípulas. El romance sin embargo duró pocos meses.
En enero partimos con mi familia hacia Colón. Pasamos allá el verano. Buenos Aires parecía muy lejano, nuevos intereses, amigos y diversiones me permitieron poner en claro mis sentimientos. Iniciaba una nueva etapa. Cuando ya pensaba que enamorarme era imposible, conocí al hombre que luego sería el compañero de toda mi vida. Había llegado el Amor. Al regresar en marzo a Buenos Aires corté mi relación con Enrique. No se resignó fácilmente y trató de cambiar mi voluntad con ruegos y amenazas. Esta vez no hubo una despedida amable. Para mí comenzaba un hermoso tiempo de sonrisas.
jueves, 13 de mayo de 2010
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