miércoles, 3 de marzo de 2010

Viajando a Mataderos

El tranvía
Los domingos eran días muy especiales, de visitas a la tía Benita. Los preparativos comenzaban desde muy temprano, mi madre nos ponía dos vestidos encimados por si nos ensuciábamos en el camino, había que llegar impecables. No era fácil soportar la sección peinados; vuelve a mí el recuerdo del olor y el calor del pecho de mi madre cuando debía apoyar allí mi cabeza mientras ella pasaba con gesto enérgico el peine alisando una y otra vez mi larga cabellera, después armaba las trenzas, gruesas, largas, tanto como para formar una corona, sujeta con una cinta blanca. Seguía con mi hermana que tenía un cabello fino color claro, a ella le hacía dos trencitas con dos grandes moños. Los vestidos de ambas eran del mismo modelo en color claro, en seda u organza, muy bonitos, confeccionados en casa; los zapatos blancos, modelo Guillermina, con un botón pequeño al costado. Completaba el arreglo una carterita redonda, tejida al crochet por mamá o por la tía Juana y zoquetes blancos. Esto en verano, en invierno usábamos polleras tableadas en tela escocesa y saquitos de lana, o abrigos de paño. Mi madre era muy habilidosa para realizar prendas usando moldes que vendían en la tiendita de la calle Defensa, cosidas con la máquina a pedal, bobina a lanzadera, marca New Home, heredada de la abuela Victoria.

A veces venía mi padre; vestía traje con chaleco color gris claro, camisa blanca con cuello y puños duros, almidonados por el tintorero japonés de la calle Venezuela, botones dorados de quita y pon para el cuello y gemelos de oro en los puños, corbata de seda. Los zapatos, marca Los Ases, de cabritilla negra, hechos a medida por los artesanos del barrio, dos hermanos italianos de la calle México. Finalmente el sombrero de fieltro, gris. Mi padre era muy elegante, delgado y buen mozo, a mí me parecía muy alto, aunque no pasaba el metro ochenta. La ceremonia del afeitado con navaja, en casa todos los días y los sábados en la peluquería del barrio merece un capítulo aparte, lo mismo que el lustrado del calzado, en un salón de la vuelta.

Mi madre armaba su peinado con la ayuda de pequeños postizos, las bananas, sujetos con invisibles, para aumentar el volumen. Ese día se maquillaba: polvos en la cara, marca Rachel, color natural, colorete en las mejillas y pintura de labios, aún no le decían rouge. Era muy hermosa y tenía cutis de porcelana, como se decía entonces. Se pintaba las uñas y se ponía los aros y anillos de oro, regalos de mi papá, el vestido de seda, las sandalias blancas con taco chino, unas gotas de perfume y...por fin! salíamos rumbo a Mataderos.

En la calle Chile tomábamos el tranvía 48, el viaje era de una hora. Mi hermana y yo nos divertíamos contando los autos por colores, ella negro, yo gris, y al llegar ganaba la que había visto más coches del color elegido. A veces el entusiasmo nos hacía dar gritos de alegría y mamá controlaba que no nos excediéramos en las risas para no molestar a los otros pasajeros. La excursión era capitaneada por mi padre, él hacia las señas para que el tranvía se detuviera, pagaba los boletos al guarda y nos ubicaba en los lustrosos asientos; luego tiraba de una cuerdita para avisar al motorman, el conductor, cuando debíamos bajar en Alberdi al 5200, desde allí a la calle Zelada había pocas cuadras. Los tíos nos esperaban, mantel blanco, vajilla especial, el menú de los domingos: risotto a la genovesa, tío Jorge era de Génova, luego pollo con salsa; de postre queso mantecoso y dulce de batata con guindas, vino y café para los grandes. La sobremesa se prolongaba hasta la media tarde, nos divertía escuchar las conversaciones de los mayores; cuando estaban presentes papá o el tío podíamos hacerlo libremente, sin intervenir por supuesto, la orden era "cuando los grandes hablan los chicos se callan", los temas: política y deportes. Si eran temas femeninos entre mamá y tía Benita la cosa cambiaba, con dulzura y firmeza nos decían: "chicas, por qué no van un ratito a la vereda a jugar?" Salíamos corriendo. En seguida se hacía un lindo grupo, para jugar a la escondida, a la mancha agachada, al don pirulero, al pisa-pisuelo, o para saltar a la cuerda. A la tardecita regresábamos, extenuados y felices. Mi hermana y yo dormíamos apoyando la cabeza en el regazo de mamá. Un poco antes de llegar nos despertaban. Había terminado la aventura. Ahora debíamos esperar una semana o tal vez dos, para repetir el viaje. Valía la pena!

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