Mi niñez en Buenos Aires permanece en mi memoria, llena de recuerdos felices, de fines de semana disfrutando de salidas con mis padres y hermanos. Pasear por el Parque Japonés significaba, para mis siete años, entrar en un mundo maravilloso. Algunos juegos eran riesgosos, mis padres no nos permitían subir a la Montaña rusa, o a las Tazas voladoras, nos quedábamos por las inmediaciones viendo como giraba la gigantesca rueda de la Vuelta al mundo. Podíamos entrar en la gruta misteriosa del Tren fantasma, yo con mi padre, mi hermana con mamá, en dos cochecitos abiertos; aún me parece sentir las cosquillas en mi cara de las falsas telas de arañas que nos esperaban en alguna vuelta, o el terror de chocar con un esqueleto colgado de un gancho, la sorpresa de un espejo que nos hacia pensar en un choque de frente con otro vehículo, que era por supuesto el nuestro; antes que nos repusiéramos del susto el carro hacía un giro brusco y nos metía nuevamente en un pasillo oscuro; se oían gritos y risas... y se abría un viejo baúl del cual surgía una bruja, la diversión llegaba a su fin y suspirábamos felices al salir otra vez a la luz. Nos atraía el juego de los autitos chocadores, o el mirarnos en los espejos mágicos que distorsionaban nuestras imágenes. A mi padre le gustaba visitar el lugar donde se exhibía "La mujer más gorda del Mundo"; hacíamos cola para entrar mientras se escuchaba al anunciador que con un megáfono decía: ¡Entre... pase... vea! ¡La mujer más gorda del mundo!
Mamá se quedaba afuera, no quería pasar, consideraba una crueldad divertirse con lo que ella llamaba "la desgracia de otro" y se enojaba un poco con mi padre, pero él le respondía: Lidya es una amiga, se alegra cuando me ve, le gusta conversar conmigo. Y así era, nos deteníamos un poco al lado de la mujer, que saludaba a mi padre desde lejos y sonreía al vernos entrar, luego le contaba algo de su familia, de sus hijos; era gordísima, pesaría más de ciento cincuenta kilos, pero tenía una linda carita y era muy joven. Algunos se burlaban de ella cruelmente otros la observaban con morbosa curiosidad.
Mamá prefería la cotorrita de la suerte, o el mono organillero. A la distancia entiendo que aquel lugar era una mezcla de alegrías, diversiones, terror y horrores. La aventura terminaba junto al vendedor de manzanas acarameladas, o de la pequeña locomotora negra y roja donde vendían los cucuruchos con maníes calientes.
Muchos años después volví a aquel lugar; ahora se llamaba Italpark, iba con mis hijos, a ellos les parecía un lugar encantado, querían regresar cada sábado. Para mí nada era como en aquel viejo Parque Japonés, sin tanta técnica, más cruel, más ingenuo, quizás más peligroso, pero mágico. Todo había cambiado, ya no estaba Lidya. Yo pasaba presurosa sin mirar las manzanas acarameladas, tenían muchas calorías; los maníes me sabían amargos y aceitosos, ya no creía que los papelitos que sacaba la cotorrita fueran oráculos ciertos. Mis hijos corrían felices, reían y disfrutaban de los juegos, al verlos volvía a mi un poco de aquella magia. Era nuevamente como una niña, compartiendo con ellos y con mi esposo una tarde diferente.
sábado, 20 de marzo de 2010
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Si habré oído hablar, probablemente a vos misma, del Parque Japonés, y nunca me imaginé que era el antiguo Ital Park.
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