lunes, 29 de marzo de 2010

La búsqueda

Decía yo en mi página Misiones, que luego de muchos años agradecía a mi madre no habernos autorizado el entrar como novicias en un convento a mi hermana y a mí cuando adolescentes. Claro que no hubiera sido fácil contradecirla, pero tampoco sería fácil vivir buscando la respuesta a tantas dudas existenciales. Había en mí un deseo de conocer el propósito de mi vida, de la existencia, del mundo, de las distintas vivencias y experiencias que debía afrontar. Deseaba y necesitaba una guía; tal vez el entrar en una comunidad católica no fuera suficiente, en esto coincido con el pensamiento de mi madre y creo que ella tuvo la mejor intención en su corazón. Lo triste fue que mi alma quedaba a la deriva en un mar de dudas y sobresaltos.

Pasada la euforia de la adolescencia, con mil motivos y urgencias que me hicieron olvidar un poco de la búsqueda, llegó la juventud con sus pasiones y arrebatos. Otro tiempo de prórroga, de vivencias que apaciguaban el fuego interior. Estudio, entretenimientos, romances, amistades, penas y alegrías... y la vida reclamando la satisfacción de distintas necesidades. Pero la necesidad de conocer a mi Creador se hacía cada vez más imperiosa.

Llegando casi a la madurez, luego de los veintincinco años, viví un período de frenética búsqueda de respuestas espirituales; mi madre y mi hermana me acompañaban, las tres recorríamos la zona visitando a cuanto curandero, brujo o adivino nos recomendaban. A veces integrábamos algun grupo de turismo religioso, a la tumba de Pancho Sierra, de la Madre María o de algún otro santón, bebíamos aguas de pozos supuestamente santificados o prendíamos velas de colores siguiendo el consejo del curandero del barrio, don Alberto.

Un manosanta de Pergamino se llevaba los laureles; era un italiano muy prestigioso en el ambiente de los chamanes, don José. Ante cualquier dolencia, malestar o duda, corríamos a consultarlo. Llevábamos fotos de alguien que no nos acompañaba pero tenía problemas, novio o marido; luego de esperar en la sala de la casa, junto a muchas personas llegadas desde distintos lugares, algunos desde muy lejos, el anciano nos atendía con simpatía y amabilidad, nos escuchaba atentamente, nos aconsejaba según su experiencia, que era muy amplia; miraba las fotos, acariciaba dulce y respetuosamente nuestras manos, mientras murmuraba alguna plegaria. Nos despedía entregàndonos un papel con el nombre de un té de hierbas, por lo general N°5 para los nervios, o N°8 digestiva. Mi madre dejaba algunas monedas en una bandejita que estaba sobre la mesa y nos íbamos felices, curadas y con la esperanza de que don José intercediera ante Dios por nuestros problemas. Algunos dolores se iban, algunas cosas mejoraban, pero la duda metafísica quedaba sin respuesta y la búsqueda seguía.

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