sábado, 27 de febrero de 2010

Playa

viernes, 26 de febrero de 2010

Una lección inolvidable

La gente del barrio
A veces la memoria se abre como un calidoscopio en múltiples imágenes, figuras, y colores; basta con un suave movimiento que la sacuda.
Escribí sobre una visita al barrio de mi niñez luego de muchos años de ausencia, el reencuentro con amigos y vecinos. Un fiel seguidor de mi blog, mi hijo Carlos, agregó un comentario como testigo de aquella circunstancia y se abrió el calidoscopio. Entonces los recuerdos se desgranaron como perlas.Los negocios del barrio: hacia la calle México, pegada a mi casa, la librería de Carlos Cotello; un poco más allá el bar de Manolo, luego el almacén, el distribuidor de galletitas, la lechería La Martona, hacia la calle Venezuela estaban la verdulería de los italianos, la boutique de Madame, una distinguida dama francesa que vendía sombreros para señoras, y a la vuelta la panadería de don Juan. De cada negocio tengo alguna anécdota. Mamà no nos dejaba salir solas, siempre en dúo con mi hermanita Lola.

Carlos me comenta que cuando él me acompañó visitamos la verdulería de la cuadra; el antiguo propietario había muerto y ahora estaba el hijo. Yo recordaba cuando íbamos a veces con mi madre y mi hermana a comprar fruta, o vino Crespi blanco dulce, sólo si teníamos invitados especiales para el almuerzo; ella evitaba esas compras de último momento, prefería los puestos del Mercado San Telmo en la calle Estados Unidos, decía que los vecinos eran “careros”.

En una oportunidad fuimos las tres. Mamà adquirió algo para preparar una ensalada, o papas. Fruta no, estaba muy cara; al llegar a casa observó que Lola tenía en sus manos un hermoso durazno; luego de intentos inútiles para explicar la posesión del mismo no tuvo otra opción que confesar: lo había sustraído! Seguramente no pudo vencer la tentación cuando pasó junto al cajón que exhibía el fruto dorado y perfumado. Después de una reprimenda, sin esperar ni un minuto más, mi madre dijo con voz imperativa: “Ahora va y le devuelve el durazno al verdulero y le pide disculpas”, cuando aplicaba disciplina nos trataba de usted, “Y vos Chola –era mi sobrenombre familiar– la acompañas”. Cuesta poco imaginarse el bochorno de ambas. El comerciante nos atendió gentilmente, no nos reprochó y comentó con los otros clientes: “Así se educa un hijo!
Una lección inolvidable para ambas. Mi hermana tendría tres años, yo cinco.

De mi madre recuerdo que no nos aplicaba castigos físicos, pero era muy exigente con la conducta. No nos permitía mentiras ni trampas de ningún tipo. Nos obligaba a ser responsables desde muy pequeñas. En el barrio era para todos Doña Amalia, respetada y querida, nadie podía decir que sus hijos eran maleducados, aunque Lola era un poco traviesa, cosa que compensaba con su simpatía y la belleza de sus grandes ojos verdes. Yo era la mayor, un poco mamita, respondía por las dos, menudo trabajo!

Buenos Aires de ayer

Palacio del Congreso Nacional
Palacio del Congreso Nacional, Buenos Aires
Buenos Aires de ayer: tanto no ha cambiado, aún quedan los barrios tradicionales, las largas avenidas, la Manzana de las Luces, la Costanera Sur, los viejos conventillos, los cafés y las esquinas. Claro que ahora lo antiguo y lo tradicional tiene un aire for export, y se perdió un poco la magia de lo lento; el tango se contaminó con cadencias foráneas y la pelota de trapo se hizo sintética. Pero algo queda... algo que es tesoro de los porteños, un mundo casi escondido lleno de asombro y claves secretas, ese mundo que  buscan los turistas cuando pagan para entrar en los circuitos del tour aventura o del turismo de riesgo. Vana pretensión, la ciudad es como una mujer hermosa que promete pero no entrega, que deja entrever como para alimentar la ilusión pero no muestra todo, pudor y orgullo no le permiten desnudarse. Dispuesta a darse sólo a quien la ama, a quien no la traiciona, no la vende, ni la quiere capturar.

Buenos Aires niña, la del 25 de Mayo, del Cabildo que dibujábamos casi de memoria en los cuadernos Rivadavia rayados en la escuela primaria, con la gente con paraguas, y los mulatos que vendían “pastelitos calientes que queman los dientes", y los patriotas que repartían escarapelas. La ciudad que conocí ya había pasado esa etapa y era la ciudad del cambio, con adelantos edilicios, rascacielos, tren subterráneo, grandes teatros, el Colón, el Maipo, palacios gubernamentales imponentes, como el del Congreso, el de Aguas Corrientes, el de Correos, de la Aduana, el Ministerio de Educación, la Casa Rosada. Siendo adolescentes solíamos recorrer esos lugares con mi hermana. Era difícil entrar en los grandes edificios, la escuela organizaba visitas al Teatro Colón y al Congreso. Podíamos entrar libremente al Cabildo, transformado en museo, a la Catedral, donde estaba el mausoleo que contenía los restos del Gral. San Martín, y a las viejas parroquias de Santo Domingo, San Ignacio o la capilla de San Francisco. En los jardines linderos al Cabildo los domingos había librerías de usados, y era maravilloso poder comprar viejos tomos de los grandes clásicos por pocas monedas.
La Plaza de Mayo con la invasión de palomas, que alimentábamos con granitos de maíz, era un paseo tradicional; luego bajábamos por la calle Belgrano, pasando por la casa donde una placa recordaba “Aquí nació el Gral. Manuel Belgrano”, y llegábamos al Parque Lezama, si nos animábamos más al sur alcanzàbamos la costanera, el Balneario Municipal.
 En verano podíamos disfrutar de la playa. Tiempos de absoluta inocencia, o dulce ignorancia, cuando no existían letreros “Prohibido bañarse” o “Prohibido pescar”, aunque sin duda las aguas estaban tan contaminadas como hoy; como nadie lo sabía, posiblemente ni las autoridades sanitarias o municipales, todos éramos muy felices tendidos en la arena de dudoso color gris oscuro. Los porteños de esos tiempos no conocíamos la Costa Brava, o Miami, y aquella orilla del Plata era un anticipo del Paraíso. Hasta se alquilaban trajes de baño o mallas, para los turistas de paso o los desprevenidos, y nadie pensaba en contagios, hongos u otros peligros propios de tiempos más avanzados. Funcionaban dos sectores: uno completamente gratis, atiborrado de bañistas; otro donde se cobraban monedas para disfrutar de algunas comodidades de las cuales se podía prescindir.
Al regresar, cansados y con la piel rojiza, sin quemaduras gracias al uso del aceite calcáreo, bronceador casero, nos esperaban apostados estratégicamente los vendedores de sandía, con el pregòn “calada la colorada!", y si el presupuesto lo permitía hasta podía suceder algo aún más emocionante, sentarnos en un bar al aire libre, y beber Naranjín los chicos y cerveza Quilmes los mayores, disfrutando de algún espectáculo de bailes flamencos o folklóricos, o mirando las peripecias de un acróbata, o de un mago que sacaba hermosos conejos blancos de su galera.

Balneario Municipal de Buenos Aires
Balneario Municipal de Buenos Aires
Tiempos de dorada ingenuidad, sin contaminaciones de ningún tipo, sin necesidad de censuras, sin palabras incomprensibles, como show, showman, fast food, sin gaseosas, sólo el jugo de naranjas azucarado, libre de edulcorantes químicos, envasados en botellitas de vidrio con una bolita adentro que hacía la delicia de los chicos, la Bilz o el famoso Naranjín. Ah sí... había una palabra rara, ahora recuerdo: sandwichs, pero la reemplazábamos por sánguches y todos la entendían; eran muy ricos, de jamón y queso.
Llegábamos a casa felices y fresquitos, como para soportar el calor del pequeño departamento sin aire acondicionado, un lujo desconocido aún. Esa noche dormirìamos profundamente, sin sentir ni los mosquitos, de ser necesario mi padre encenderìa un espiral de fragante olor, no se conocía aún la alergia. Era el fin de una jornada inolvidable!

martes, 23 de febrero de 2010

Monserrat, mi barrio

Biblioteca Nacional de Buenos Aires
Biblioteca Nacional de Buenos Aires
A veces pienso si no sería mejor volver. Volver a la niñez, a la adolescencia, a Buenos Aires, al barrio de Monserrat, si se pudiera claro está. Retomar la vida desde aquel otoño cuando, después de un destierro voluntario de quince años mis padres decidieron regresar al pueblo natal de mi madre, a Colón. Para ellos era volver, para mis hermanos y para mí era irnos.
 El departamento de la calle Bolívar ya resultaba demasiado chico; cuando entramos éramos cuatro: mamá, papá, Lola de tres años y yo de cinco, ahora con mis hermanitos Sara y Luis éramos seis. Además mi padre había perdido su trabajo como carpintero en los astilleros de Puerto Nuevo, y su pequeño taller de carpintería en el trasfondo de la imprenta Chile no andaba bien. Se jubiló a los cincuenta. La ley consideraba el empleo en la marina mercante riesgoso y concedía el beneficio a esa edad. Con algunos ahorros, la venta de una casita en Monte Chingolo y un crédito bancario mi papá compró un camión y decidió volver al oficio de camionero que ya habia desarrollado cuando salió de Colón. En ese entonces la familia se había trasladado a Mendoza buscando porvenir en el transporte de la uva y luego de probar suerte en el sector vitivinícola dejó la zona y marchó hacia Buenos Aires. Mi padre tenía alma de aventurero y mamá lo seguía fielmente, plenos de ilusiones ambos, escapando de las crisis o tal vez de las consecuencias de las guerras europeas.

Y ahora... otra vez a Colón! Allá estaba la casa del Barrio Mitre, primer hogar, y se podía trabajar transportando cereales con el camión Skoda 0 km. apenas adquirido. Una nueva aventura? O un camino más seguro para todos? Yo tenía 19 años, un título secundario, Perito Mercantil Nacional, y uno de nivel terciario: Preparadora de Histología; mi hermana Lola pensaba terminar allá sus estudios secundarios; mis hermanitos entraron en la Esc. N°3. Mamá comenzó sus actividades en la granjita que armó en el fondo de la casa, ya que el terreno era muy grande. Todo prometía. Éramos felices, cada uno tenía un proyecto, nos esperaban parientes y amigos, qué más podíamos pedir? Y dejamos Monserrat, la calle Bolívar, la Biblioteca Nacional, a la vuelta de casa, que era nuestro lugar de estudio y lectura, los amigos, los parientes.
La casa que ahora habitaríamos era grande, con jardín, nos parecía un palacio; claro que no contaba con las comodidades y servicios de la capital, estaba situada en la Sección Quintas del pueblo, allí no había luz elèctrica, ni agua corriente, ni asfalto, para nosotras era el campo, una vida un poco primitiva pero con todo el encanto de la naturaleza.

Luego de muchos años, en un viaje a Buenos Aires, visité el barrio antiguo, la casa de la calle Bolívar; quedaba un sólo vecino de aquellos de la fiesta de mis quince, Alberto Barrios,  en el depto. 4, sus padres habían fallecido, sus hermanos se habían casado y vivían en otros lugares. Fue lindo recordar la niñez, mirar fotos, reir y soltar alguna lágrima pensando en los ausentes. Yo iba acompañada de uno de mis hijos, Fernando, de ocho años, Beto ya era un anciano. Luego fuímos a la Biblioteca en la calle México entre Bolívar y Perú, y viví la emoción de encontrar a la bibliotecaria de otrora, que me reconoció y se acordó de la primera vez que fuímos con Lola, cuando nos sentamos en una mesita redonda de su sala de lectura infantil, ella nos sirvió el té y nos prestó libros de cuentos de hadas. Yo también la recordaba, era una linda joven en aquel tiempo lejano, ahora lucía una peluca para ocultar su calvicie y estaba muy maquillada, pero para mí seguía siendo tan hermosa como antes. Habían pasado más de veinticinco años.

Volver... como dice el tango de Gardel. No se puede. Todo cambió, el barrio, la ciudad; la Biblioteca se mudó a un edificio muy moderno y grande en otro lugar. Y, tal vez lo más importante, cambié yo. Ahora estoy a quince mil kilómetros, en otro país, en otro continente. Tal vez volver sería nuevamente irme.

lunes, 22 de febrero de 2010

La orquídea

La orquídea de regalo
La orquídea de regalo
Por fin alguien me hizo un regalo que deseaba desde hace mucho tiempo: una flor; no una flor cualquiera, sino una orquídea! A través de mi vida he recibido muchas veces como atención especial flores, rosas, claveles, gladiolos, jazmines, etc. pero es la primera vez que me obsequian una orquídea.

Siendo adolescente, allá en Buenos Aires, se usaba que a las chicas cuando cumplían quince les regalaban orquídeas y abanicos de sándalo. Tal vez desde entonces esperaba esa flor. Cumplí los tan esperados quince cuando vivía en la calle Bolívar, en el tradicional barrio de Monserrat.

No tuve la gran fiesta, como muchas de mis amigas, ni vestido largo, pero fue maravillosa y de sorpresa, organizada por mis vecinos. Era una casa muy antigua, en el primer piso, con nueve departamentos, los del 1 no se daban muchos con los demás, el hijo cursaba la carrera militar en el Colegio Militar, la hija estudiaba música; en el 2 vivían los porteros, españoles, Teresa y Ramón con sus tres hijos. El 3 estaba ocupado por una señora cordobesa y sus cuatro hijos. La familia Barrios estaba en el 4, correntinos, con cinco chicos que eran nuestros compañeros de juegos. En el 5 los Mancini, italianos, una viuda con dos hijos adolescentes, Litín estudiaba canto y Nelly música, nos invitaban siempre a tomar el té y a escuchar los conciertos familiares. En el 6 otra familia de italianos, Lalo y Maria, muy jóvenes, con un bebé; él era vendedor de Gath y Chavez, una tienda tradicional muy importante. En el 7 vivían inmigrantes recién llegados de Galicia, Fermín y Maria con la hija, Regina; luego nosotros, los Galeano y finalmente en el 9 doña Olga y su hija Irma, vendedora de la famosa zapatería Tonsa.

Cuando una familia entraba en una de aquellas viejas propiedades permanecía allí toda su vida; nosotros estuvimos trece años, desde el 1943 al 1956, cuando regresamos a Colón. Aquel 22 de febrero del 53 fue un día muy especial,  los vecinos bailaron al son de la música que ejecutaba Lalo en su acordeón, entre todos compraron sandwiches de miga, eran un lujo, gaseosas y masas finas. No hubo orquídeas, abanicos ni fotos, pero el amor de mis vecinos, la alegría de mis padres, significó más que todas las flores del mundo.

sábado, 20 de febrero de 2010

Pataro Fere!

Junto a la ventana
Junto a la ventana
Dentro de dos días cumplo años, me da un poco de rabia que pase tan rápido el tiempo, o quisiera que se detuviera; demasiado eran ya sesenta y cinco, aunque es mejor seguir cumpliendo porque eso significa seguir viviendo. No puedo evitar un sentimiento mezclado de miedo y orgullo, miedo a envejecer y orgullo por haber llegado; cruzo la línea de llegada con los brazos extendidos hacia el cielo y una gran sonrisa como los campeones de ciclismo. Pienso que es sólo la llegada a una meta, no la final, aún queda camino por recorrer. No quiero mirar hacia atrás para no ver los rezagados, los que quedaron caídos en el camino.

Reconozco que no es todo mérito propio aunque algo de ello hay: cierta dosis de sobriedad, no fumo, bebo con moderación, trato de satisfacer mis apetitos con equilibrio y cuento para ello con la ayuda de Dios, y aquí aparece el factor determinante: la ayuda del Creador, de quien me cuida desde que fui concebida en el vientre de mi madre, en el mes de julio de 1937, siete meses antes de nacer, el 22 de febrero de 1938. Seguramente estaba apurada por ver la luz ya que nací prematuramente con un peso de tan sólo 1.800 gr. Las comadres de ese tiempo le vaticinaron a mi mamá: "Será grande, fuerte, sana y hermosa, como todas las sietemesinas".

Comenzaba mi lucha para sobrevivir, mi padre me abrigaba y rodeaba mi cuerpito con botellas de barro cocido (cerámica) de Ginebra Bols llenas con agua caliente, envueltas con trozos de tela blanca, no existían incubadoras ni Sección Neonatología. Había nacido en la casa paterna, en el mismo lecho donde fui concebida, a la antigua, con la atención de la partera Bonotto. Me alimentaba en los primeros días con leche materna de una vecina, una italiana que tenía una bebita de pocos días, doña Libera Del Giudice; luego de dos meses mi madre tuvo leche suficiente para mí y para otro bebé prematuro, de la familia Laboret.

Jabón Palmolive para bebés
Jabón Palmolive para bebés
Cosas de otros tiempos... tiempos en los que a la parturienta se le ofrecía caldo de gallina y mate cocido para que tuviera mucha leche; algunas amigas o parientas cuando venían a conocer el bebé traían de regalo una gallina; no existía la leche en polvo para bebés, ni los pañales descartables, tampoco el aceite para la colita paspada, si acaso un poco de aceite de oliva. Mi padre colaboraba cambiando las botellas para calentar la cuna, noche y dia... y basta! Todo lo hacía la mamá, pero así estaba bien y éramos felices los tres. Sin mamaderas ni chupetes. Con la ayuda de Dios. Mis dos abuelas, Juana Galeano y Victoria Raso ya habían fallecido. Mis padres me habían esperado durante tres años, desde su boda el 19 de marzo de 1935 y estaban muy contentos con mi llegada.

martes, 9 de febrero de 2010

Arte y artesanías

Venezia
Venezia
Siempre me pregunto si soy artista o artesana, creo que la respuesta es las dos cosas a la vez, de acuerdo a las circunstancias; artista porque puedo crear y expresarme, artesana porque soy capaz de llevar mis creaciones a la práctica, dibujando, pintando o modelando. Quizás me falte libertad o un poco de locura para hacer cosas que me cataloguen como artista plástica y sólo sea una docente de Caligrafía y Dibujo que hace cosas lindas en su tiempo de jubileo. Finalmente no me interesan los títulos que me pongan los otros, he decidido ser ARTISTA! Ya preparé mis tarjetas de presentación que dicen: GALART, Arte Caligrafico, Writing, Ilustraciones. Corsi di Scrittura.

Bueno... como sea, estoy preparando láminas, a la acuarela, con modelos de letras Cadel, Italic, Copperplate.  Antes de fin de mes visitaré negocios de Venezia ofreciendo mis producciones, allì hay comercios que se especializan en el tema.  Descubro o redescubro mi pasión por la caligrafía, estudio nuevas técnicas consultando enciclopedias sobre el tema en la Biblioteca Bertoliana di Vicenza, en la sede de mi barrio. Artista y autodidacta. Sigo adelante con mis proyectos, cuento con mucho a favor: conocimientos y vasta experiencia, buen pulso y buena vista.

lunes, 8 de febrero de 2010

Iniciando el Blog

Caligrafía
Caligrafía
Hace varios años que escribo a mano mi Diario. Claro que la escritura manual de alguna manera descarga las tensiones, el estrés, como se dice desde hace un tiempo; parece que al derivar del inglés el usar esa palabra "rejuvenece" al escritor. Bien, como decía el escribir a mano es para mí una terapia, luego puedo tachar, agregar, pegar recortes periodísticos, hacer dibujos, etc. Lo negativo es el volumen y el peso del Diario, por lo general una agenda reciclada, algo incómodo para trasladarla en mis viajes o mudanzas, o para esconderlo cuando no quiero que alguna persona indiscreta ande curioseando lo que escribo. Al hacer un blog, imagino que este término también tiene un origen anglosajòn, ya no tendré esos problemas y tal vez pueda guardar todo en una llave que podrá pender de mi cuello como la que lleva mi nieta Anais. Qué maravilla la Informática! Creo que la diferencia entre un Blog y un Diario manuscrito es la misma que separa a un mail de una carta escrita a mano y enviada por el servicio postal antiguo, una curiosidad de museo para mis nietos. Manos al teclado y adelante Juana! Ayer le comentaba a mi hijo Carlos que yo soy del tiempo de la pluma cucharita y del tintero de porcelana en un agujero del pupitre de madera lustrada, eso en primero superior porque en el primer grado escribíamos con lápiz Faber N°2. Escribir con tinta era como pasar a ser "grande", claro que significaba una gran responsabilidad, y el desarrollo de una ritología que asustaba un poco. Era aprender el manejo de un equipo de trabajo delicado, el portaplumas o lapicera de madera, la pluma de acero modelo cucharita, el secante, etc. Debíamos cuidar que no se mancharan nuestros dedos, ni el delantal, que era de algodón blanco y no admitía manchas de ningún tipo; ni hablar de borrar... podía significar un agujero en el papel y una nota de advertencia escrita con tinta roja por la maestra: "Debes ser más prolija". A veces las plumas se abrían y enganchaban la hoja, o producían un salpicado horrible. Cuántas lágrimas, las primeras en la escuela.

Almidón Colman
Almidón Colman
Recuerdo una anécdota, en el recreo algunos compañeros comentaban, "mi mamá si me mancho el delantal me da una paliza", orgullosos de la disciplina, mi hermana y yo callábamos casi avergonzadas porque nuestra madre no nos reprochaba y posiblemente ni se daba cuenta si ello ocurría, entonces para no desentonar decidí mentir, y dije: a nosotras nos mata!, como para que entiendan todos que en casa no se hacia cualquier cosa. Después yo le pregunté a mi madre: ¿por qué vos no nos retás?, ella se encogió de hombros y siguió fregando la ropa con el pan de jabón Federal, como si nada; no había jabón en polvo, blanqueadores, ni lavarropa. Los delantales, que los compañeros uruguayos llamaban túnicas, eran de algodón cien por ciento, aún no habia aparecido la tela sintética, con tablitas y un lazo en la cintura que se sujetaba con un enorme moño. Luego mamá lo planchaba húmedo con almidón Colman, y eso le demandaba horas de trabajo. Las chicas ricas, como la sobrina de la maestra, llevaban los delantales a la tintorería del japonés del barrio, y los cambiaban dos veces por semana, lunes y jueves, eran las abanderadas. Mi delantal lucía un poco amarillento. Recuerdo que por tener notas altas en un acto patriótico me correspondía el alto honor de llevar la bandera , yo estaba muy contenta y emocionada, lo triste fue que a último momento la señorita me quitó la bandera y me dijo un poco abochonarda: "no... vos no, mejor Isabelita" (la sobrina), yo le pregunté tímidamente: ¿por qué? -"Porque tu delantal no está presentable". Tenía razón la señorita Carmen, pero a mí me produjo un gran dolor y vergüenza; no quiero enturbiar mi primera página del blog con un recuerdo triste, de todos modos mi maestra era muy buena y me quería mucho, siempre me ponía notas tales como "Muy bien felicitado", "Te felicito", "Excelente!" etc. y yo estaba firmemente decidida a ser la mejor aunque no llevara la bandera aquel 25 de mayo, tal vez más adelante... hablaría con mi mamá para que le pusiera lavandina, o más almidón, seguramente el 9 de julio podría pasar al frente y colocarme junto al busto de don Juan José Paso, portando la bandera y con el delantal blanquísimo. Cursaba tercer grado, la escuela llevaba el nombre del pròcer, era la N° 18 del Consejo Escolar 1° y estaba situada en la calle Belgrano al 500, en el barrio Monserrat de Buenos Aires. Mi maestra se llamaba Carmen Maristany.

iniciando el Diario cibernètico

Desde hace màs de veinte a

Iniciando un diario cibernetico

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