viernes, 26 de febrero de 2010

Buenos Aires de ayer

Palacio del Congreso Nacional
Palacio del Congreso Nacional, Buenos Aires
Buenos Aires de ayer: tanto no ha cambiado, aún quedan los barrios tradicionales, las largas avenidas, la Manzana de las Luces, la Costanera Sur, los viejos conventillos, los cafés y las esquinas. Claro que ahora lo antiguo y lo tradicional tiene un aire for export, y se perdió un poco la magia de lo lento; el tango se contaminó con cadencias foráneas y la pelota de trapo se hizo sintética. Pero algo queda... algo que es tesoro de los porteños, un mundo casi escondido lleno de asombro y claves secretas, ese mundo que  buscan los turistas cuando pagan para entrar en los circuitos del tour aventura o del turismo de riesgo. Vana pretensión, la ciudad es como una mujer hermosa que promete pero no entrega, que deja entrever como para alimentar la ilusión pero no muestra todo, pudor y orgullo no le permiten desnudarse. Dispuesta a darse sólo a quien la ama, a quien no la traiciona, no la vende, ni la quiere capturar.

Buenos Aires niña, la del 25 de Mayo, del Cabildo que dibujábamos casi de memoria en los cuadernos Rivadavia rayados en la escuela primaria, con la gente con paraguas, y los mulatos que vendían “pastelitos calientes que queman los dientes", y los patriotas que repartían escarapelas. La ciudad que conocí ya había pasado esa etapa y era la ciudad del cambio, con adelantos edilicios, rascacielos, tren subterráneo, grandes teatros, el Colón, el Maipo, palacios gubernamentales imponentes, como el del Congreso, el de Aguas Corrientes, el de Correos, de la Aduana, el Ministerio de Educación, la Casa Rosada. Siendo adolescentes solíamos recorrer esos lugares con mi hermana. Era difícil entrar en los grandes edificios, la escuela organizaba visitas al Teatro Colón y al Congreso. Podíamos entrar libremente al Cabildo, transformado en museo, a la Catedral, donde estaba el mausoleo que contenía los restos del Gral. San Martín, y a las viejas parroquias de Santo Domingo, San Ignacio o la capilla de San Francisco. En los jardines linderos al Cabildo los domingos había librerías de usados, y era maravilloso poder comprar viejos tomos de los grandes clásicos por pocas monedas.
La Plaza de Mayo con la invasión de palomas, que alimentábamos con granitos de maíz, era un paseo tradicional; luego bajábamos por la calle Belgrano, pasando por la casa donde una placa recordaba “Aquí nació el Gral. Manuel Belgrano”, y llegábamos al Parque Lezama, si nos animábamos más al sur alcanzàbamos la costanera, el Balneario Municipal.
 En verano podíamos disfrutar de la playa. Tiempos de absoluta inocencia, o dulce ignorancia, cuando no existían letreros “Prohibido bañarse” o “Prohibido pescar”, aunque sin duda las aguas estaban tan contaminadas como hoy; como nadie lo sabía, posiblemente ni las autoridades sanitarias o municipales, todos éramos muy felices tendidos en la arena de dudoso color gris oscuro. Los porteños de esos tiempos no conocíamos la Costa Brava, o Miami, y aquella orilla del Plata era un anticipo del Paraíso. Hasta se alquilaban trajes de baño o mallas, para los turistas de paso o los desprevenidos, y nadie pensaba en contagios, hongos u otros peligros propios de tiempos más avanzados. Funcionaban dos sectores: uno completamente gratis, atiborrado de bañistas; otro donde se cobraban monedas para disfrutar de algunas comodidades de las cuales se podía prescindir.
Al regresar, cansados y con la piel rojiza, sin quemaduras gracias al uso del aceite calcáreo, bronceador casero, nos esperaban apostados estratégicamente los vendedores de sandía, con el pregòn “calada la colorada!", y si el presupuesto lo permitía hasta podía suceder algo aún más emocionante, sentarnos en un bar al aire libre, y beber Naranjín los chicos y cerveza Quilmes los mayores, disfrutando de algún espectáculo de bailes flamencos o folklóricos, o mirando las peripecias de un acróbata, o de un mago que sacaba hermosos conejos blancos de su galera.

Balneario Municipal de Buenos Aires
Balneario Municipal de Buenos Aires
Tiempos de dorada ingenuidad, sin contaminaciones de ningún tipo, sin necesidad de censuras, sin palabras incomprensibles, como show, showman, fast food, sin gaseosas, sólo el jugo de naranjas azucarado, libre de edulcorantes químicos, envasados en botellitas de vidrio con una bolita adentro que hacía la delicia de los chicos, la Bilz o el famoso Naranjín. Ah sí... había una palabra rara, ahora recuerdo: sandwichs, pero la reemplazábamos por sánguches y todos la entendían; eran muy ricos, de jamón y queso.
Llegábamos a casa felices y fresquitos, como para soportar el calor del pequeño departamento sin aire acondicionado, un lujo desconocido aún. Esa noche dormirìamos profundamente, sin sentir ni los mosquitos, de ser necesario mi padre encenderìa un espiral de fragante olor, no se conocía aún la alergia. Era el fin de una jornada inolvidable!

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