miércoles, 14 de abril de 2010
Un argentino ilustre
Cuando adolescente pasaba muchas horas en la Biblioteca Nacional. Una tarde, llegando casi a la entrada, vi avanzar en dirección contraria a un anciano alto, de aspecto distinguido, con un bastón; entró un poco antes que yo. Había en él algo que lo hacía imponente a pesar de su aspecto frágil; pregunté a la recepcionista de quien se trataba, me contestó: es el director de la biblioteca, el señor Jorge Borges. Así conocí a uno de los escritores argentinos más famosos del siglo.
En esos tiempos no había internet, ni computadoras, ni siquiera fotocopiadoras. En la espaciosa sala de lectura general los lectores apoyaban sus libros en anaqueles lustrados o en largas mesas de roble muy bien iluminadas con luces individuales. El silencio era absoluto. Los estudiantes tomaban apuntes escribiendo velozmente con bolígrafos o lápices; los profesionales tal vez usaban lapiceras fuente. De vez en cuando se oía un suave carraspeo. Algunos más jóvenes cuchicheaban en un rincón.
No había ventanales pero se respiraba un aire límpido, por supuesto nadie fumaba; el lugar era muy alto con un techo abovedado cubierto de frescos y obras escultóricas que alternaban con vitreaux artísticos de colores. Cada tanto pendía una araña de bronce con innumerables lámparas de cristal siempre encendidas. Las paredes estaban cubiertas de libros ordenados en prolijas estanterías a las que se accedía a través de angostos pasillos protejidos por sólidas barandas, subiendo por angostas escaleras. Por allí se movían sólo los bibliotecarios para satisfacer algun pedido de los lectores. Al final del salón se recibían las solicitudes, llenando un formulario con los datos y firmando la responsabilidad de cuidar de los elementos y libros prestados, a cambio de una tarjeta con un número; luego había que buscar ubicación y esperar en silencio, a veces varios minutos, hasta que por un alambre o hilo suspendido sobre el mostrador de los pedidos corrían varios cartelitos con números. Si aparecía el mío podia retirarlo, se me indicaba entonces el tiempo de devolución. Todo sin hablar. A nadie se le ocurría hacer preguntas o protestar. La palabra del empleado era sacrosanta, el ambiente también.
La mayoría de las veces pedía textos de estudio, raramente alguna enciclopedia. Si me sobraba tiempo, luego de haber copiado la lección, pedía una novela, un libro de poesias o una obra clásica de la mitología griega. Sólo para leerlo allí, no me animaba a llevarlo a casa, por temor a que mis hermanitos lo estropearan. Siempre pensaba lo mismo, por qué tantas contradicciones entre los autores o filósofos? Seguía leyendo, buscando algo que tal vez no existía, un libro que contuviera todas las respuestas, sin contradicciones. Claro que sería muy grande y pesado... tal vez en varios tomos, dónde estaba?
Pasaron muchos años hasta que encontré El libro. Pero fue bueno que así sucediera porque fueron años de formación, de estudio, de investigación, que me permitieron crecer y madurar disfrutando de la buena lectura. Eran tiempos sin televisión!
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario