domingo, 18 de abril de 2010

Vacaciones

Cuando niña esperaba junto a mi hermana la llegada del verano, el fin de clases, porque ello significaba la posibilidad de visitar a los primos del campo. Entonces venía tío Ezio a buscarnos. Después de preparar nuestras valijas mamá nos despedía con la promesa de que pronto se nos uniría en la aventura junto a mis hermanos menores.

A las cinco de la mañana partía el tren desde Retiro, era la linea del F.G.B.M. como ponía mamá con grandes letras cursivas en los sobres de las cartas que enviaba a sus hermanas, o sea el Ferrocarril General Bartolomé Mitre, que unía la Capital Federal con la ciudad de Córdoba.

A las diez llegábamos a Colón. El edificio de la estación, hoy transformado en Museo, era de estilo inglés, paredes de ladrillo visto, techo de tejas. Nos esperaba tía Magdalena con el sulky atado bajo la arboleda, guiado por un hermoso alazán ,"El Nene". Poco después el carruaje, liviano, con asiento y grandes ruedas de madera, cruzaba las últimas calles de la pequeña ciudad y enfilaba velozmente hacia el campo. Aún me parece oir el golpear de los cascos del animal sobre los adoquines de la calzada; por los altavoces, colgados de los árboles perfilados en las anchas veredas, la radio local transmitía música popular. A pocas cuadras comenzaba la zona de las quintas, con calles de tierra prolijamente regadas por el carro municipal que pasaba continuamente. Todo lucía limpio y brillante, podíamos sentir el perfume de las plantas mientras contemplábamos el cielo de un azul increíble. Para nosotras aquello era el Paraíso. El sol nos daba de pleno en la cara y el suave viento nos despeinaba las trenzas que con tanto esmero había peinado nuestra madre. Ahora la ciudad nos parecía muy lejana, nos separaban trescientos kilómetros pero a mi hermana y a mí nos parecía que estábamos en otro planeta.

Nos divertía mucho sentir los chasquidos del largo y fino látigo que apenas tocaba al Nene, los gritos que daba el tío para azuzar al animal y todo ese despliegue de habilidades mientras se sentían ciertos olores que no nos disgustaban a pesar de corresponder al sudor o algún otro efluvio equino. Tal vez porque los olores se mezclaban y ganaba el del pasto de las cunetas o del maíz que crecía junto al camino. De vez en cuando una liebre cruzaba delante del sulky o alguna perdiz se levantaba con un silbido asustando al caballo, el tío lo contenía con el freno, por temor a que se desbocara.
El animal cambiaba el galope por un trote suave y acompasado, ya se avistaba la casa.

Junto a la tranquera nos esperaban ansiosamente los primos. La fiesta comenzaba. Lejos había quedado el departamento ciudadano, que ahora nos parecía tan pequeño. Las calles pavimentadas, el tranvía, las escaleras, las vidrieras de los negocios del barrio, la Biblioteca, la parroquia, la escuela, todo gris y aburrido en comparación con tanto sol, flores, plantas y animales. Recorríamos felices los alrededores de la casona, visitando el corral de las gallinas, de las vacas, de los caballos. Los tíos tenían un criadero de cerdos, y algunas hectáreas con cereal. Criaban también conejos, pollos y pavos.

Llegaba la noche, la tía nos bañaba en un gran fuentón con agua tibia y jabón perfumado. Las habitaciones se iluminaban con lámparas a querosene. Cenábamos alrededor de una larga mesa en una cocina muy espaciosa, papas y huevos fritos, de postre uvas recogidas ese mismo día del gran parral que hacía las veces de galería y luego... a la cama! El sueño llegaba rápido, había sido un día vivido a pleno. Mañana nos esperaban nuevas aventuras.

1 comentario:

  1. Juana Victoria Galeano1 de noviembre de 2011, 19:18

    Cada verano era una posibilidad de hacer un viaje al Paraiso, o sea a Colòn. Eran las vacaciones de 1948.

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