miércoles, 29 de septiembre de 2010

Destino o Determinación?

Algunos dicen que hay una predestinación, un destino ya marcado desde que nacemos. Yo creo que en mi vida hubo una determinación, una lucha que comenzó desde el vientre de mi madre y mis primeras horas de vida luego de un nacimiento prematuro. Seguramente esa pelea por sobrevivir me fortaleció para las pruebas que vendrían luego, física y espiritualmente. La debilidad inicial me dio una visión anticipada del valor de la vida. Luego el amor de mis padres, el sostén familiar y las circunstancias favorables de una niñez feliz hicieron el resto. Algo para agradecer a mi Creador.

Esto es lo positivo de escribir la propia historia luego de muchos años de vida, el poder mirar hacia atrás y juzgar los hechos con objetividad, conociendo ya los resultados, los fracasos, los éxitos y las diferentes vivencias.

Escribir sobre el presente es positivo pero a veces las pasiones, los miedos o las incertidumbres nos impiden ver con claridad no sólo el futuro, que de todos modos nadie conoce, sino nuestras propias intenciones y la sinceridad de los sentimientos o la capacidad de luchar por los objetivos propuestos.

Tenía tan sólo veinte años y ya estaba ocupando una cátedra en la escuela secundaria de mi ciudad natal. Casi como por casualidad. Ahora me correspondía tomar una decisión importante: decidir mi vocación y encausarla a una madurez total. El inicio parecía fácil, debía afianzarme y avanzar. Tenía varios elementos a favor: mi juventud, mis deseos de progresar, conocimientos y el apoyo de las autoridades escolares que me necesitaban y confiaban en mí. Y algunas cosas en contra: mi juventud y la inexperiencia en ese tipo de trabajo.

Todo comenzó bien, recuerdo la mirada de admiración de los alumnos, los varones con pantalones cortos, en ese tiempo se ponían los "largos" o "leones" como se les decía, a los catorce. Las chicas con sus trenzas y sus caritas aún infantiles, ansiosas de aprender. Pacientemente les enseñaba a empezar de cero, haciendo palotes otra vez, como en primer grado, pero ahora con pluma Perry 341, usando tinta fluída azul, con inclinación de 45°, cuidadosamente, dibujando cada rasgo. Primero finos, luego gruesos, más adelante con elipses y curvas, las vocales, las consonantes de un cuerpo, luego las de dos y finalmente las de tres renglones, las mayúsculas con curvas y perfiles... aquello era apasionante! Para mí y para ellos.

Me resultaba fácil mantener la disciplina, el director de la escuela, don Hugo Jordán, me aconsejaba y me decía: "el alumno respeta a su profesor cuando se da cuenta de que aquel sabe lo que enseña" En eso yo tenía el éxito asegurado, mi profesora del Comercial 6, la señora Brunet de Salmun, me habia enseñado el arte de la Caligrafía con idoneidad y disciplina.

Cuántas veces lloré ante su rigor, cuando debíamos llenar de cinco a diez carillas con la práctica de rasgos básicos y letras, bajo el título "Ejercicio hecho en casa", rompiendo hojas y rehaciéndolas hasta lograr la perfección que ella clasificaba con un V° B°, visto bueno, que era todo un premio a la constancia. Lejos quedaban los "Felicitado" o "Excelente" de la maestra de la escuela primaria. Ahora el estímulo era un simple siete en la libreta, y... Gracias!

En mi experiencia docente decidí ser tan exigente como mi profesora pero usar más amabilidad y cariño para con los alumnos. Sin embargo, más adelante aprendí que muchas veces era necesario aplicar medidas disciplinarias para tener mejores resultados.

Una vez por semana les daba los primeros elementos de Dibujo artístico, con lápiz o con carbonilla, en papel canson, con modelos de yeso al principio o usando como modelo a uno de ellos, algo que los entusiasmaba muchísimo.

Antes de finalizar el primer ciclo lectivo me llamaron de Dirección para ofrecerme otra cátedra: Contabilidad. En un primer momento la rechazé, no creía estar preparada para ejercer como profesora de Economía, otra vez la promesa de parte del director de reemplazarme a la brevedad por alguien con más experiencia me convenció.

El grupo de alumnos era el mismo, primer año primera división, 1° 1a., ya nos conocíamos.

Aún conservaba las carpetas de ejercicios prácticos de mis tiempos de estudiante en la escuela porteña, usaría los mismos libros de textos, Contabilidad y Práctica Contable de Pino y Piccoli y... adelante Juanita!!

Como el petirrojo, que no está capacitado para volar, pero como él no lo sabe... vuela!

sábado, 28 de agosto de 2010

Cátedra de caligrafía-dibujo

La historia de cada uno está siempre ligada a la circunstancia histórica del tiempo y del lugar donde vive.

Cuando mi familia se trasladó a una ciudad del interior, distante casi trescientos kilómetros de la Capital Federal, parecía que mis proyectos quedaban cancelados o anulados para siempre. El anhelo de ser médica ya había pasado al archivo, no tanto por la imposibilidad de cursar estudios universitarios como por una decisión interior mía. Cuando debí realizar las tareas prácticas en el laboratorio de Histopatología sentí que no me agradaba el contacto con el material, tejidos humanos, ni el olor contínuo a formol de hido, o lo que era peor aún, el olor a enfermedad y muerte. Me había acostumbrado a ver fetos, órganos, o a sentir la sierra que cortaba huesos humanos para preparar las biopsias. Eso ya no me afectaba. Sin embargo, el olor era algo casi insoportable. Se metía en mi cerebro, contaminaba mis ropas. Cuando llegaba a casa mi madre me decía: quitate rápido el vestido, huele a morgue!

Aquello no era para mí, lo lamentaba, porque me apasionaba el estudio de la medicina. Claro que no podía ser algo teórico, mis amigos mayores me alentaban para que continuara, "luego te acostumbras también a sentir los olores", me decían. Pero yo dudaba.

El día que me entregaron el certificado de estudios donde constaba mi título de Preparadora de Histología salí casi corriendo del hospital, sin mirar para atrás. Sentía un gran alivio, había finalizado una etapa, ahora esperaría o intentaría algo diferente.

Y el otro proyecto? Aquel de ser docente, el primero de mi adolescencia. Parecía que también debía olvidarlo. En Colón no había Escuela Normal, solo un Instituto privado que llevaba el nombre de la ciudad donde se podía cursar un ciclo básico trienal. Los jóvenes de familias ricas viajaban a Pergamino para continuar estudios superiores. No era mi caso.

Debía salir adelante con lo que tenía, un título secundario y otro terciario. Era suficiente. Además no era algo que me preocupaba demasiado, tal vez debido a la inocencia y el entusiasmo propio de la juventud. Había materias pendientes en cuanto a proyectos y ambiciones, la vida se presentaba como un tablero de ajedrez, era necesario pensar mucho antes de mover una pieza, pero la posibilidad del jaque estaba latente.

Luego de pasar por la experiencia de vendedora en la tienda o "Boutique El Chiche", como dijo una clienta, había ascendido y ahora era secretaria y auxiliar administrativa en una empresa constructora importante: Lau-Vil. Cuando les digo a mis nietas que en esos tiempos no existía la computadora y escribía cartas y circulares con la Remigton, al tacto y velozmente, o llenaba formularios y recibos con letra manuscrita, no lo pueden creer. Sin embargo de esa tarea surgió la posibilidad de concretar el viejo proyecto de ser docente. Casi como por casualidad o como por milagro.

Un día llegó a la oficina el farmacéutico del barrio, don Herminio Noé, a efectuar unos pagos y debí extenderle un recibo; bajo su atenta mirada decidí lucirme y escribí con letra caligráfica, con pluma cucharita y tinta fluida azul, su nombre y el importe. El hombre quedó asombrado ante tanta precisión y belleza. Me preguntó dónde había estudiado y que título tenía, con orgullo le respondí: "Estudié en Buenos Aires y soy Perito Mercantil Nacional".
Pocos días después me llamó a su oficina y me propuso una cátedra como profesora de Caligrafía-Dibujo en el Instituto Adscripto Colón del cual don Herminio era el Vicedirector, algo que yo ignoraba por ser nueva en la ciudad.

Me presenté en la escuela, llené la solicitud, entregué mi curriculum, que en ese tiempo no se llamaba así, por supuesto. Me aceptaron y algunos meses después, cuando se iniciaba el ciclo superior comercial por primera vez en la historia de la ciudad me vi ante una clase de más de veinte adolescentes. Ellos asombrados y felices de tener una profesora tan joven, yo emocionada y un poco temerosa. Sería docente, se cumplirían mis deseos. Me preguntaba si estaba preparada para la responsabilidad que tenía delante. De todos modos creía que no sería por mucho tiempo, me habían pedido que dictara la materia hasta que llegara una persona con más experiencia.

Recuerdo el primer día, yo esperaba al preceptor que me presentaria a los alumnos, entretanto miraba una clase de Biología del profesor que me antecedía, era don Herminio, había escrito en el pizarrón el número once con grandes caracteres y preguntaba al grupo de jovencitos a su cargo: Ven este número? Qué número es? Los chicos repondían a coro: Once! Bien, continuó él con voz autoritaria, esos son los años que hace que dicto esta materia, por lo tanto ninguno de ustedes podrá hacerme trampas, ni mentirme, yo sé más que ustedes y cuando ustedes van...yo estoy de vuelta! Al oir aquello pensé: "Si tengo que estar ese tiempo frente a un aula como profesora me muero de sòlo pensarlo!" En ese momento no me imaginaba que estaría como docente, en esa misma escuela, nada más y nada menos que veinticinco años!, y cinco más en otra escuela similar, sin morirme de angustia, con gran felicidad. A veces decìa: hago lo que me hace feliz y encima me pagan por ello, gracias! Claro que no todo fueron rosas, tambièn pasè momentos muy difìciles.
A partir de aquel 19 de marzo de 1958 me esperaba un largo camino de lágrimas y sonrisas como docente.

miércoles, 30 de junio de 2010

Un verano diferente

JESOLO


Uno de mis seguidores, mi hija Ana, no sòlo lee lo que escribo sino que hace sugerencias y crìticas que agradezco. Me dice: escribì alguna anècdota actual.

Me agrada relatar experiencias vividas en mi niñez y en mi adolescencia, tal vez por aquello de "todo tiempo pasado fue mejor". Y creo que es asì por varias cosas, entre ellas el hecho de olvidar lo negativo, ya sea como una defensa de la mente o porque verdaderamente son etapas de la vida en las cuales la ingenuidad hace que pasemos por alto lo feo, lo amargo y lo triste. La edad de la inocencia. Seguramente por eso dicen los Evangelios que para entrar en el Reino de los cielos debemos ser como niños.
Luego llega la edad adulta, con logros muchas veces acompañados de làgrimas.
La època de las grandes decisiones que exigen renuncias, los fracasos que cuesta aceptar. Las pèrdidas, los duelos.
O haremos como los egipcios que sòlo dejaron la historia de sus triunfos? Los egipcios y seguramente muchos otros.
Voy avanzando en mi biografìa y a medida que llego a la parte difìcil, la de las luchas y las caidas, demoro la escritura.

Hice un parèntesis para evaluar y descansar.
Què bueno el comprobar que los sueños de la juventud, de estudio, trabajo, familia, vida espiritual, se van cumpliendo.
No temo el èxito, ya que considero ganancia el haber pasado pruebas sin desmoronarme, mirando siempre hacia adelante y especialmente, mirando hacia arriba.
Esperando el manà? Sì, porque sè que viene cuando lo necesito, pero tambièn recordando que debo esforzarme y ser valiente. Y eso es lo lindo de la vida, estar siempre en acciòn, superando los tiempos de làgrimas o de sonrisas, caminando hacia la meta. Tampoco temo los fracasos, por experiencia se que algunos fracasos pueden ser exitosos, dejar una experiencia valiosa y cimentar un triunfo.

Hoy recuerdo los veranos en Buenos Aires, cuando ìbamos con mis padres y los tìos a La Salada, los de Colòn con pileta y nataciòn en el Club Hispano o las vacaciones en Mar del Plata, sobre el Atlàntico.
Serà porque hace tanto calor en Italia, un "caldo africano", como se dice acà.

 Ahora estoy cerca del mar Adriàtico, puedo pasar un fin de semana, o simplemente un dia en Jesolo o en Sottomarina, a sòlo treinta kilometros de Vicenza. Tal vez el pròximo domingo.

jueves, 24 de junio de 2010

Nuevos rumbos


Afortunadamente la adolescencia no es tan dramática como la pintan en los tratados de sicología, o por lo menos no lo era en mis tiempos, sin bulimia, física ni de conductas, sin anorexia, ni violencias.

Es indudable que hay un proceso evolutivo que alcanza no sólo el desarrollo del ser humano sino también el proceso de su crecimiento como integrante de la sociedad y del mundo. Para bien en muchos sentidos, para mal en algunas áreas.

El último verano en Buenos Aires, mientras mi familia se preparaba para transferirse a Colón, con mi hermana buscábamos trabajo temporáneo, como siempre. Lola entró como secretaria en un periódico judicial, se había preparado en las prestigiosas Academias Pitman, además de cursar la escuela comercial. Yo conseguí empleo como taquígrafa en una empresa mayorista de importación de telas, Enrique Marber e Hijo, a pocos metros del obelisco. Para mí fue una experiencia muy positiva. Cuando en el mes de marzo le comuniqué a mi empleador que dejaba el puesto porque mi familia se mudaba al interior no lo podía creer, me ofreció un aumento importante para que desistiera. Lo rechacé. Lamentaba irme pero no me podía quedar sola en Buenos Aires.

Pasados los primeros días en la nueva casa, cada uno inició nuevas actividades. Mi padre como transportista, mi madre con su granja, mis hermanos menores en la escuela del barrio. Lola como vendedora en una zapatería del centro, Casa Reali, y yo en la tienda El Chiche. El trabajo me agradaba, era un ambiente familiar, aprendía el arte de vender, preparaba la pequeña vidriera, ganaba amigos entre los clientes. Me sentía muy bien con mis empleadores, un matrimonio joven, Delmo y Magdalena, con un hijo en edad escolar.

Poco a poco me brindaron su confianza y me permitieron no sólo cambiar el estilo de la vidriera sino hasta elegir telas y prendas cuando trataban con los viajantes o representantes de las tiendas mayoristas. Creo que el espaldarazo me lo dio una clienta muy distinguida cuando entró preguntando: ¿ésta es la Boutique Signifredi?

Entretanto yo seguía buscando un trabajo acorde con mi título de Perito Mercantil. Luego de un año apareció en el diario local un aviso que pedía secretaria con conocimientos contables, me presenté y después de una entrevista con el empresario fui incorporada al personal de la empresa constructora Lau-Vil. Otra vez mis empleadores se sintieron mal por mi renuncia y se conformaron cuando mi hermana aceptó el ofrecimiento que le hicieron de mejores condiciones laborales y dejó el puesto en la zapatería para reemplazarme en la tienda. Ambas teníamos buena preparación, experiencia y simpatía natural.

Me sentía en lo mío en el nuevo empleo. Pronto gané la confianza de mi jefe, organicé la contabilidad, aprendí todo lo relacionado con la construcción, estudié dibujo arquitectónico por correo en la famosa escuela de dibujo Di Vito de Buenos Aires. La vocación por Medicina quedaba suspendida y era reemplazada por tareas que me llenaban de entusiasmo y me daban muchas satisfacciones profesionales.

Al mismo tiempo nos integrábamos a la vida social de la ciudad, al Círculo Italiano, a la piscina del Club Hispano, los bailes sociales, los partidos de papi fútbol, los torneos de básquet y tantas otras actividades. Yo pensaba: "Colón es un Paraíso, y sus habitantes no se dan cuenta de ello". Un paraíso de amigos, fiestas sociales y familiares y de romances. Mi noviazgo se fue afirmando y pronto también mi hermana eligió entre una nube de admiradores un joven que sería luego su esposo, Germán.

¿Podíamos pedir más? No, por ahora. ¿Y la vida espiritual? Estaba reducida a la misa de los domingos, pero para nosotras era más que suficiente.

miércoles, 16 de junio de 2010

Invierno del 55


Hace poco leí algo que me aclaró muchas situaciones. Decía un comentario de un psicoterapeuta que hablaba de la factibilidad de los proyectos, que en un lugar de la NASA donde se preparaban vuelos espaciales había un cartel que enunciaba: "La ciencia ha demostrado que el petirrojo, de acuerdo a su peso, medidas y constitución física no puede volar, pero como él no lo sabe...vuela!"
 
Creo que muchas veces los adolescentes proceden como el petirrojo, por lo menos así era en mi caso. Cursaba el último año de la secundaria y mis proyectos de volar muy alto se mezclaban con mis sueños. La realidad dejaba mucho que desear en cuanto a fundamentar las quimeras, en casa la situación económica era mala. Mi padre trataba infructuosamente de salir adelante con su pequeño taller de carpintería, mi madre se debatía entre guardapolvos, mamaderas y chupetes, haciendo malabares para administrar los escasos ingresos. 

Recuerdo la quesera de cristal tallado que estaba en el único mueble lujoso de la casa, un armario de roble que había hecho mi padre, allí guardaba mamà las monedas que le iban quedando de los vueltos, algunas veces  estaba llena hasta el borde; casi siempre cuando llegaba la hora de salir para la escuela y metíamos las manos ansiosamente para sacar los veinte centavos que nos permitirían tomar el micro estaba total y cruelmente...vacía! No quedaba otra que caminar.
Ese año era de grandes ajustes y disciplina férrea. Como si esto fuera poco el país no andaba mejor. 

El gobierno de Perón en su segundo mandato resultó un fracaso. Los sindicatos, los partidos políticos,  la Iglesia y casi todos los poderes públicos y privados se oponían a lo que ya se había convertido en una dictadura. Una grave crisis social de desocupación y disconformidad en los sectores más bajos hizo que el pueblo "golpeara los cuarteles", como se decía entonces, clamando ayuda a los militares. Un gesto desesperado que daría comienzo a un caos total en todos los niveles y sumiría al país en una situación de la cual le llevaría mucho tiempo salir.

Entretanto los más jóvenes, con el egoísmo propio de la edad o quizás por desinformación o ignorancia seguíamos con nuestros planes y proyectos. Personalmente me interesaba terminar la carrera de Perito Mercantil y obtener a la vez el título de Preparadora de Histología, lograr un puesto en algún laboratorio y prepararme para ingresar en la Facultad de Medicina.


Mi noviazgo con el joven que conociera aquel verano en Colón continuaba por ahora por correo, él estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio en Curuzú Cuatiá, Corrientes; yo, en Buenos Aires, soñaba con ser médica sin tener muy en cuenta la prosecución del romance. Dos o tres veces por mes recibía alguna carta en la cual me contaba sus peripecias militares, me hablaba de sus nuevos amigos y me despedía con alguna tímida frase de amor, algo así como "un abrazo" o "un beso" que alimentaba mis fantasías juveniles. Mis respuestas no eran mucho más fogosas, con los relatos de mis días en la escuela, de mis actividades, salidas y amigos. Se entendía que estábamos enamorados pero la distancia nos ayudaba a controlar la pasión.

En el mes de junio Buenos Aires fue convulsionada por un movimiento militar que dio comienzo a un tiempo difícil para el país. En casa vivíamos una situación de pánico, con la Casa Rosada a quinientos metros y la sede principal de la CGT muy cerca, objetivos de los bombardeos que una tarde convulsionaron el barrio. La radio era el único medio de comunicación. Se habían suspendido todos los programas y un comando militar había tomado las emisoras. Transmitían música clásica, de vez en cuando una voz masculina con tono impersonal anunciaba los hechos y ordenaba a la población mantener la calma, no salir de sus casas, apagar todas las luces, cerrar puertas y ventanas. Contradiciendo los consejos mi padre y yo salimos al patio, los aviones cruzaban el espacio a baja altura y podíamos contar las bombas que caían sobre Plaza de Mazo, una..dos...tres, hasta trece. Me parecían botellas de aceite, pero la explosión era fortísima y temblaban las paredes y el piso. El ruido de los motores atronaba el cielo y el repiquetear de las ametralladoras nos estremecía de pies a cabeza. Más tarde el cielo se tiño de rojo, estaban incendiando la iglesia Santo Domingo, aquello se transformaba en una guerra civil. Mi hermana y yo temblábamos agachadas abajo de la mesa, mis padres se mantenían serenos, como siempre. Mamà calmaba el llanto de los más chicos, papá hablaba con Lola y conmigo y nos prometía un traslado a Colón, lejos de aquel infierno, a la brevedad.  


Al día siguiente llamaron algunos militares a la puerta del departamento, dando orden de evacuación. Había que dejar inmediatamente la casa, por razones de seguridad, hasta nuevo aviso. Con lo puesto y una valijita con los documentos y algunos papeles importantes, partimos hacia la casa de los tíos en Mataderos. El viaje en el tranvía 48 no fue una aventura tan feliz como otras veces. Claro que para los chicos todo esto resultaba hasta divertido, nadie comprendía la gravedad de la situación, mi padre se comportaba como un verdadero almirante, como le decían sus amigos de la imprenta, no soltaba el timón y conducía la nave a puerto seguro con dignidad. A mi madre nunca la vi llorar. Tampoco llorábamos Lola y yo, era casi una aventura. Luego de algunos días pudimos regresar, se había levantado la orden de evacuación y quedaba sólo el toque de queda.

Meses más tarde el Ejército ocupó ciudades importantes del interior, Córdoba, Curuzú Cuatiá y otras. No recuerdo los hechos políticos que siguieron pero ya mi familia había tomado la determinación de dejar Buenos Aires y volver a Colón, hasta allá no llegaba casi nada de todo aquel desorden, era el campo. 

 
Así, de manera abrupta se cambiaron mis planes, fue como caer en la realidad y darme de narices en el suelo. Medicina? ... por ahora no.
 

Los últimos meses de 1955 marcaron nuevos rumbos al país y a mi casa. Rendí los exámenes finales en el Hospital Rawson, obtuve mi certificado y el título de Perito Mercantil. Mi hermana suspendió sus estudios secundarios, mi padre vendió las máquinas de carpintería, embalamos todo, enviamos los muebles con un camión y tomamos el tren desde Retiro a Colón. Comenzaba otra etapa para la familia.

domingo, 23 de mayo de 2010

Alta costura

Cambian los tiempos, cambian las costumbres. Mis nietos estudian computación e idiomas, inglés, alemán. En mi adolescencia eran otras las materias que se preparaban fuera del programa escolar. Para las niñas era casi obligatorio cursar Corte y Confección o Piano.

Al finalizar sexto grado, en el 1950, antes de comenzar el secundario y con tan sólo doce años mi madre me sugirió entrar como aprendiza durante ese verano en el taller de alta costura de Ramona, una modista fina que se especializaba en vestidos de fiesta, para novias y madrinas; recibía como alumnas sólo a jóvenes con aptitudes para el oficio. Luego de un breve examen me aceptó y para mí fue un honor incorporarme a su atelier.

Aún recuerdo el día que entré en la espaciosa sala que daba a la calle México, en el barrio Monserrat, de Buenos Aires. Me parecía un lugar casi mágico, con tantos maniquíes, mesas de trabajo, máquinas de coser, y telas finas, organza, seda, encajes por doquier. Yo era la más joven, la única aprendiza, varias mujeres trabajaban cortando, cosiendo, probando.
De pronto la emoción se mezcló con una angustiosa sensación de fracaso, me dieron ganas de salir corriendo. Ramona daba órdenes a las mayores, controlaba todo, por varios minutos que me parecieron eternos casi no me prestó atención, yo pensaba: "¿qué haré si me manda a coser con una máquina?, ¿y si me dice de cortar un vestido? ¡seguramente haré un papelón!" Nada de eso. Me alcanzó un pequeño imán en forma de U y me dijo: "Junta todos los alfileres que están sobre el piso".
Esa fue la primera lección, una lección de humildad. Lo que yo suponía una magnifica carrera de Alta Costura empezaba de rodillas sobre las tablas de madera lustrada, llenas de finas vetas entre las cuales se escondían caprichosamente decenas de agujas. Luego vino el cortar los hilos del punto flojo, más tarde el sulfilado, el aprendizaje del hilvanado, y ya casi al terminar el verano pasé al uso de la plancha abriendo costuras, un trabajo difícil que exigía mucha prolijidad.
Dos años después, mi hermana y yo entramos como alumnas en las famosas Academias Singer de Av. Colón y Belgrano, era una escuela privada donde enseñaban un curso de Corte y Confección de tres años. Lola terminó la carrera, tenía una auténtica vocación por el arte de la costura, luego se dedicó a la confección de trajes de novia con gran éxito. Yo cursé sólo primer año, a pesar de ello logré confeccionar mi vestido de los quince, de organza color celeste, con pollera plato y un lazo en la cintura, cosido a mano como exigía mi profesora, la Sra. Schiavone. Luego una blusa blanca de seda y una hermosa pollera acampanada de poplin negro estampado con grandes margaritas que lucí aquel verano en nuestro primer viaje a Mar del Plata.

No llegué a montar un atelier propio como mi hermana pero lo que aprendí en ese tiempo me fue útil toda la vida. Era un placer comprar dos metros de una linda tela y hacer un vestido para estrenar el fin de semana en pocas horas con un costo muy bajo. Tiempos sin tv, sin internet, sin celulares. El día alcanzaba para todo: ir a la escuela, aprender algún oficio, armar sobres para el taller del barrio, estudiar, y hasta... ¡escuchar la radio! Sin piano y sin inglés.

jueves, 13 de mayo de 2010

Un tiempo de vacas flacas

A veces los tiempos más difíciles, de vacas flacas, son paradójicamente los más activos y llenos de sorpresas, con muchas lágrimas pero a la vez con muchas sonrisas.

Mis dieciseis años coincidieron con el penúltimo de la carrera comercial y el segundo en la Escuela de Preparadores. A veces trato de recordar cómo lograba hacer tantas cosas a la vez.

Por la mañana las clases en el Hospital Rawson, por la tarde la Escuela de Comercio, luego a la Biblioteca para tomar apuntes, y aún quedaba tiempo para tomar clases de Dibujo en una academia del barrio que funcionaba en un Centro Cívico, dos veces por semana; los sábados a la tarde cumplía con Gimnasia en un club de Palermo. Los domingos íbamos a la casa de Monte Chingolo, donde nos encontrábamos con los invitados especiales de mis padres: mis tíos y primos. Todos disfrutábamos de un día sin el bullicio ciudadano, con mucho aire y sol, asado que preparaba mi padre y abundantes ensaladas. Juegos y diversión al por mayor en un ambiente natural.

Cuando terminó el período lectivo en noviembre sólo me restaba rendir los exámenes finales en el Rawson. En pocos días debía prepararme a fondo; la terraza del edificio era el lugar más tranquilo, lejos de las travesuras de mis hermanos menores. Para algunos temas difíciles contaba con la ayuda de Ricardo, un estudiante de medicina que rendía las prácticas de Histología en la cátedra del Dr. Mosto, éramos sólo amigos, aunque yo lo admiraba, me parecía inteligente, muy buen mozo, él tenía novia en su ciudad natal, Mendoza, y me trataba con mucho respeto. ¡Qué pena!

Pasada la primera semana de diciembre y aprobadas las materias me lancé, como cada verano, a buscar un empleo como cadeta. Esta vez fue en una marroquinería de la calle Santa Fe, para controlar la calidad de los artículos de cuero, colocar etiquetas con los precios y en algunas oportunidades entregar cosas pequeñas, billeteras, bolsos de mano, a clientes que se hospedaban en el Hotel Crillon, vecino al negocio. Cuando llegaba algún barco con pasajeros importantes debía preparar las invitaciones y escribir "Welcome to Buenos Aires" con letra caligráfica. Recuerdo que en una oportunidad vino a comprar artículos de cuero de cocodrilo un actor famoso de películas del "far west", Walter Pidgeon, muy alto, guapísimo, todos le pedían autógrafos, yo no me animé.

El personal de la Casa Pisk estaba formado por: una señora alemana, Froilen Beatriz, una francesa, otra italiana, Guillermo, el cadete y yo, los únicos argentinos. El propietario se llamaba Carlos Pisk, un austríaco judío, que me trató siempre con respeto y mucho cariño.

Cuando pasaron las fiestas, en enero, mis padres decidieron viajar a Colón para pasar allí las vacaciones. La familia que había alquilado durante más de diez años nuestra casa del Barrio Mitre se mudaba al centro y la dejaba libre. Me resultó difícil comunicarle a mi empleador que dejaba el puesto. Se mostró consternado, él y su esposa me apreciaban y contaban conmigo. Finalmente aceptaron la situación, me pagaron el sueldo, aguinaldo y vacaciones proporcionales y me regalaron una suma adicional; antes de despedirme debí prometerles que no abandonaría los estudios. Ambos se habían interesado por mi boletín de calificaciones y estaban orgullosos de mis notas, como si fuera una hija.

Un año pleno de actividades, de estudio, trabajo y amigos nuevos. Y no sólo... hasta hubo tiempo para iniciar algún romance juvenil, con José María, el vecino de mi amiga Rosita, una relación que duró muy poco y consistía en aceptar su compañía a la salida de la escuela, y algún tímido beso de despedida al llegar a mi casa. Me parecía tremendamente aburrido y formal, de modo que un día le dije que no quería salir más con él; me contestó muy cortésmente: “Bueno... está bien, no me gusta obligar a nadie”, y nos despedimos como amigos, con un apretón de manos y una sonrisa.

Mi segundo pretendiente no fue tan amable, lo había conocido en un baile de Carnaval del Centro Lucense, en el barrio de Congreso. Íbamos a bailar con mi hermana y un grupo de amigas del Comercial acompañadas por mi madre, se usaba así y a nadie le parecía mal, al contrario, las otras chicas apreciaban mucho a mi mamà y sus familias confiaban en ella para autorizar las salidas. Enrique era hijo de inmigrantes españoles al igual que José María, y cursaba el quinto año en la Escuela Industrial N°11, vecina al Comercial. No me parecía tan guapo pero era muy simpático y educado; algo que me movió a aceptar su galanteo fue el hecho de que no sólo me esperaba a la salida de la escuela sino que los fines de semana me invitaba, junto a mi hermana, al cine. Ahora sí, era casi un novio, como los de mis condiscípulas. El romance sin embargo duró pocos meses.

En enero partimos con mi familia hacia Colón. Pasamos allá el verano. Buenos Aires parecía muy lejano, nuevos intereses, amigos y diversiones me permitieron poner en claro mis sentimientos. Iniciaba una nueva etapa. Cuando ya pensaba que enamorarme era imposible, conocí al hombre que luego sería el compañero de toda mi vida. Había llegado el Amor. Al regresar en marzo a Buenos Aires corté mi relación con Enrique. No se resignó fácilmente y trató de cambiar mi voluntad con ruegos y amenazas. Esta vez no hubo una despedida amable. Para mí comenzaba un hermoso tiempo de sonrisas.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Crisis hubo siempre

En este momento se dice que hay una crisis de alcance mundial. Países del llamado primer mundo, como Italia y otros europeos, aún Estados Unidos, potencia líder en América, sufren desequilibrios muy serios en su economía, que afecta principalmente a los sectores más débiles como trabajadores, familias numerosas, jubilados y estudiantes. Para los más jóvenes esta crisis es motivo de desorientación, inquietud y miedo ante un porvenir que se presenta incierto. Busco el significado de la palabra crisis en el diccionario y la define como un cambio brusco, una variación o una situación de dificultad. Es lógico entonces que muchos se sientan angustiados ante cualquier fenómeno de este tipo.

Cuando llegué a la adolescencia, varios cambios sacudieron el país y golpearon fuerte en la economía de mi familia. Finalizaba el segundo año de la secundaria y mi padre había perdido su empleo en la Construccion Naval, en los astillero de Puerto Nuevo. Un cambio en la política sindical, nuevos contratos, la presión gubernamental que coartaba la libertad de los convenios laborales obligaron a la creación de nuevas estructuras que mi padre no pudo o no quiso acepar. Así, bruscamente, mi familia perdió la seguridad de un empleo bien remunerado, con aportes y beneficios que permitían planificar un presupuesto, cubrir las necesidades básicas y aún formar un fondo de previsión y ahorro.

Cuando faltaba poco para el inicio del cuarto año, mis padres me comunicaron que la situación económica de la casa era grave y por lo tanto tendría que abandonar los estudios para trabajar, tal vez en alguna fábrica de la zona. Al principio me sentí consternada, después de pensarlo les hice una contrapropuesta: si el problema era como me habían dicho que no tendrían dinero para comprarme los libros yo estudiaría en la biblioteca y tomaría apuntes, en cuanto a los viáticos podía ir caminando hasta la escuela, eran menos de dos kilómetros. Usaría el mismo delantal. El reglamento escolar exigía uniforme, sacón naval negro o azul, zapatos abotinados, marrones o negros, medias claras, el cabello recogido con cintas azules y otros accesorios no tan costosos. Todo podía durar dos años más. Mi hermana se adhirió al plan de emergencia. Luego de algunos cabildeos recibimos la aprobación y empezamos el último tramo con disciplina y férrea voluntad de nuestra parte y el apoyo familiar. Enfrentaríamos juntos la crisis.

En cuanto a mí, esta prueba reforzó mi voluntad y los deseos de superación. No sólo entraría en cuarto año del Comercial, a la vez iniciaría una carrera terciaria en la Escuela Municipal de Preparadores de Histología que funcionaba en el Hospital Rawson. Eran los primeros pasos para llevar a cabo un proyecto más ambicioso: estudiar Medicina.

Una compañera, Teresa Urda, me propuso la inscripción al curso que iniciaría en abril, era un programa de tres años, dos de teoría y uno de práctica. Dado que seríamos la primera promoción entraríamos ambas con un plan especial; su madre, que era obstetra del hospital nos presentó al director, el Dr. Adolfo Mosto, a quien solicitamos cursar la teoría paralelamente con los dos últimos años del comercial y cumplir con las prácticas al mismo tiempo entrando como empleadas ad honórem, sin sueldo, en el laboratorio de Histopatología del Rawson. Luego de cumplir con varios trámites aceptaron la propuesta con la condición de entregarnos el título de Preparadoras cuando presentáramos el de Perito Mercantil.

Mi entusiasmo cubrió toda dificultad; me levantaba muy temprano, algunas veces a pie, otras en colectivo, llegaba al hospital en el barrio de Constitución, antes de las 8. Las clases se extendían hasta las 12. Las materias eran muy interesantes, Anatomía, Histología, Técnica Histológica, Matemática y Física. De lunes a sábados. Teníamos exámenes parciales a mediados de año y los finales en diciembre. Las prácticas se desarrollaban en el laboratorio de histopatología, el material provenía de la morgue, se trataba de necropsias, tejidos retirados de muertos, que se cortaban en pequeñas láminas de dos o tres micrones y se coloraban y fijaban con líquidos especiales. Una labor muy delicada. Llegaba a casa y, sin sacarme el delantal, comía apresuradamente algunos bocados, luego corría hasta la parada del colectivo 122 en la Av.Belgrano, bajaba presurosa en Pichincha y entraba a la escuela comercial cuando ya cerraban el pesado portón; eran los últimos minutos, entrar por la puerta anexa significaba media falta.

Todo aquel sacrificio tendría su premio y me permitiría, como preparadora, formar parte del personal hospitalario y ganar un sueldo para pagar la carrera de Medicina. Ese era mi proyecto.
¿Crisis? Pasé varias a través de mi vida, todas me sirvieron para fortalecer mi voluntad de salir adelante; esta de mi adolescencia era la primera de la cual tenía conocimiento. Mis padres habían pasado otras, como la del 30, o las de la segunda guerra mundial, a ellos tampoco los asustaba lo imprevisto.

domingo, 2 de mayo de 2010

Junto al mar

No puedo evitar el hacer comparaciones entre mi adolescencia y la de mis nietas, sin embargo encuentro diferencias pero no condeno ni premio a ninguna, en el fondo siempre está el mismo impulso vital, el de la juventud que busca, que anhela, a veces no sabe muy bien qué cosa pero avanza inexorable.

Trabajar era una necesidad y a la vez un placer. Durante todo el año con mi hermana hacíamos sobres para un taller gráfico del barrio; entramos recomendadas por una compañera de la escuela primaria cuando yo cursaba sexto grado y Lola cuarto, la retribución era muy baja, pocos centavos cada cien piezas, pero ganábamos el dinero que nos permitía cubrir nuestros gastos escolares y aún aportar algo para la casa. A veces mamá nos ayudaba cuando había una entrega de urgencia o el material era difícil de trabajar, sobres de celofán o de papel muy fino, si el bulto era muy pesado también papá colaboraba llevando los paquetes. Hicimos ese trabajo durante más de cinco años.

En las vacaciones tomábamos otros empleos. Las clases terminaban en noviembre y ya el primero de diciembre muy temprano comprábamos el diario al canillita de Venezuela y Bolívar para marcar los pedidos de cadetas. En el verano del primer año del secundario fue el trabajo como secretaria en la imprenta, en el del segundo un diario alemán me contrató para escribir a mano sobres publicitarios; era una tarea pesada y mal pagada, en un ambiente desagradable al cual no pude integrarme y finalmente me despidieron. Un fracaso exitoso que me permitió evaluar desde entonces con mas cuidado las ofertas lavorativas.

Cuando finalizó mi tercer año ocurrió algo maravilloso: con mi hermana nos habíamos anotado en una lista de vacaciones escolares, sin hacernos muchas ilusiones. Era todo gratis, pagado por el gobierno, diez días en una ciudad balnearia, Chapadmalal, a pocos kilómetros de Mar del Plata. Las aspirantes eran muchas, de todas las escuelas secundarias de la Capital. Tuvimos la suerte de resultar favorecidas y nos avisaron antes del fin del ciclo lectivo que salíamos en los micros especiales en el primer turno de diciembre. Para mi hermana y para mí era el primer verano junto al mar. Mis padres firmaron la autorización y partimos hacia la aventura.

Diez días que parecían diez años, con tantas cosas interesantes, amistades, diversiones, paseos; a veces me parecía vivir un cuento de hadas, todo nuevo y hermoso. Se trataba de un complejo turístico de ocho grandes edificios de varias plantas en estilo californiano, frente al mar, con conexiones directas a las más importantes ciudades costeras. El N° 5 estaba destinado a las integrantes de la U.E.S. (Unión de Estudiantes Secundarios), con habitaciones triples, amplios ventanales, comedores lujosos, menús especiales, algo que hubiera sido inalcanzable para el presupuesto de mi familia. Nos dividían por turnos y sexos, Rama Femenina y Rama masculina.

Tiempos de Evita y Perón. En el plan de política social el presidente y su esposa habían considerado todo lo referido a los estudiantes: vacaciones, deportes, actividades extra-escolares. Mi padre no era peronista, se mostraba como contrario a una política que consideraba demagógica, mi madre no opinaba ni se interesaba mayormente del tema. Mi hermana y yo tampoco sabíamos nada de política pero éramos muy felices con las vacaciones regaladas. Pasarían muchos años antes de que toda la familia hiciera alguna revisión histórica y tomara distintas posiciones. Hasta papá cambió sus ideales. Pero esa es otra historia.

lunes, 26 de abril de 2010

Pequeña secretaria

El primer año en la escuela secundaria fue rico en experiencias y apredizajes. Eran siete divisiones de treinta y cinco o màs alumnas. En el turno mañana funcionaba la Escuela Nacional de Comercio N°5 Gral. San Martin, para varones, y en el de la tarde la Escuela Nacional de Comercio N°6 para Señoritas. El edificio, de dos plantas, estaba ubicado en la calle Belgrano al 2.200, casi esquina Pichincha, en el barrio Once.

En mi aula eramos cuarenta y cuatro alumnas. El plan de estudios tenìa como objetivo preparar a las estudiantes de modo tal que al llegar a tercer año pudieran ejercer trabajos de Secretaria en empresas comerciales; asì tenìamos Mecanografìa, Estenografìa y Contabilidad como materias pràcticas.

Cuando finalicè el primer año mi padre me presentò a un amigo, propietario de la imprenta Chile quien necesitaba una cadeta para su empresa. Me llamaron a ocupar el puesto en pocos dias y con tan sòlo trece años tuve mi primer empleo, de cuatro horas diarias, para realizar mandados, atender el telèfono, tomar pedidos, escribir a màquina notas y circulares o cartas breves. La retribuciòn era de doscientos cincuenta pesos mensuales.

Recuerdo cuando cobrè mi primer sueldo, comprè una màquina para fotos Gevaert para mi padre, un perfume en lujoso estuche para mamà y una bandeja de masas y gaseosas para compartir con mis hermanos. Aquella tarde en mi casa hubo una pequeña fiesta.

La oficina estaba en la recepciòn, luego la sala de tipografia, con muchas màquinas, donde se editaban libros, revistas y periòdicos, y en el fondo el taller de carpinterìa de mi padre. Era un lindo grupo de gente amiga que respetaban mucho a mi papà a quien apodaban cariñosamente "el almirante" por su tarea en los astilleros navales. Mis primeros colegas: Osvaldo el encargado de la guillotina, Romel el joven judìo linotipista, don Ceppi el Jefe de Taller, y dos o tres màs cuyos nombres no recuerdo, para ellos yo era "la niña", como me decia don Luis Benavente, el dueño, con simpàtico acento chileno.

A medida que pasaban los dias me iba afirmando en mi puesto y antes de que terminara el verano ya me encomendaban retirar del Banco el dinero para pagar las quincenas, extender los recibos con mi linda letra cursiva y realizar otras tareas de responsabilidad.
Cuando llegò marzo finalizò mi contrato de trabajo; continuaba mis estudios e ingresaba en segundo año.

Junto con el ùltimo sueldo llegaron los regalos, un libro de poesìas "El copihuè", nombre de la flor nacional de Chile, otro de cuentos policiales, "El asesino cuenta el cuento", y hasta un brindis, sin alcohol por supuesto, con masas finas, para despedirme. Mi primera experiencia laboral fue maravillosa y dejò en mi muy buenos recuerdos.

La pràctica como secretaria me permitirìa cursar las materias comerciales con mayor facilidad; ademàs habìa formado un fondo para comprar mis libros y ùtiles. Un aporte a la economìa hogareña y una experiencia valiosa, fuente de alegrìa y generadora de proyectos.

sábado, 24 de abril de 2010

Una decisión importante

Desde pequeña buscaba y necesitaba tener frente a mí personas admiradas y amadas para imitar o para seguir; creo que es igual para todos los niños. Cuando veo a mis nietos inmersos en la pantalla del televisor o de la computadora, me preocupa la sospecha de una carencia en ese sentido en sus vidas. Un mundo virtual con personajes dibujados o imaginarios, tipo Harry Potter o algún otro mago que acaparan la atención de los jóvenes, poco o nada para imitar. Por suerte aún quedan algunos maestros, a pesar de las clases online, y los padres quizás cuentan con algún tiempo para los chicos, siempre y cuando no estén a la vez absorbidos por la pasión de Internet o el Facebook. Bueno... no todo es tan trágico, los tiempos cambian y ahora también los "over ..." pasamos largas horas en el mundo virtual, pero siempre queda amor para compartir.

Quiénes eran nuestros héroes? Tarzán, en el cine o a través de la radio, escuchando sus aventuras en la selva junto a Juana, saltando de árbol en árbol mediante las lianas con la mona Chita, mientras tomábamos la merienda al regresar de la escuela, una gran taza de leche caliente con Toddy, nadie pensaba en las calorías, todos queríamos ser fuertes como Tarzán! tal como prometìa la publicidad de la empresa que patrocinaba el programa diario.
Los jueves papá traía el Billiken, y una vez a la semana disfrutábamos de alguna revista de aventuras, con el rubio Flash Gordon o el misterioso Mandrake; otro héroe inolvidable era Superman, varios amiguitos se dieron de narices en el suelo tratando de volar como él.

Claro que también estaban los modelos reales para imitar, y para mí nadie tan digno de admiración como mi maestra, la señorita Carmen, que sabía TODO, y además era linda y buena. O la maestra de sexto grado, que nos hacía estudiar casi de memoria los relatos de la mitología griega y de vez en cuando nos invitaba a su casa, en grupos de dos o tres, y nos servía el té en maravillosas tacitas de porcelana, mientras saboreábamos delicadas masas cubiertas de azucarado fondant color rosa, escuchando música clásica. Yo la miraba y pensaba: "Quisiera ser como ella". Inteligente y hermosa.

Tal vez por eso cuando terminaba el ciclo primario ya había decidido que quería ser maestra. Mi madre respetaba mi decisión y me acompañaba en los trámites de inscripción en la Escuela Normal del barrio; ya tenía la fecha del exámen de ingreso muy próxima cuando me enteré de los temas que debía aprobar, me preparaba sola en Castellano, mi padre habia contratado un joven estudiante del barrio para que me enseñara algunos puntos en los que andaba floja, como la regla de tres en Matemática.

Todo estaba listo. Una tarde vino a visitarnos mi prima Berta, ella era Perito Mercantil, había egresado hacía poco de la secundaria con el título y ya trabajaba exitosamente en una empresa importante. Me aconsejó cambiar de escuela, ingresar en un Comercial, la convenció también a mi mamá; era una carrera con mejor salida laboral que el magisterio y me daría la oportunidad de seguir estudios universitarios de Economía o Derecho.

Así decidí inscribirme en la Escuela Nacional de Comercio N°6 para Señoritas, del barrio Once. Toda la familia apoyó el cambio. Pocos días después aprobé el exámen de ingreso y en el mes de marzo de 1951 comencé los estudios secundarios que me permitirían obtener el título de Perito Mercantil Nacional luego de cinco años.

Fue un tiempo de esfuerzos, de dedicación y disciplina. Allí tenìa muchos modelos para seguir, tantos maestros y profesores para admirar y amar. La materias preferidas eran Matemática, Contabilidad, Caligrafia y Dibujo, y... bueno, todas. Durante los cinco años mi nombre estuvo siempre en el Cuadro de honor, aprobando todas las materias con buenas notas, con conducta excelente y pocas inasistencias. Un tiempo de importantes experiencias tanto en el estudio como en mi desarrollo personal. Siempre acompañada por mi hermana y mis padres. Puedo decir que la adolescencia pasó velozmente sin tanto adolescer. Sólo lo necesario para vivir con normalidad una de las etapas más lindas de mi vida.

domingo, 18 de abril de 2010

Vacaciones

Cuando niña esperaba junto a mi hermana la llegada del verano, el fin de clases, porque ello significaba la posibilidad de visitar a los primos del campo. Entonces venía tío Ezio a buscarnos. Después de preparar nuestras valijas mamá nos despedía con la promesa de que pronto se nos uniría en la aventura junto a mis hermanos menores.

A las cinco de la mañana partía el tren desde Retiro, era la linea del F.G.B.M. como ponía mamá con grandes letras cursivas en los sobres de las cartas que enviaba a sus hermanas, o sea el Ferrocarril General Bartolomé Mitre, que unía la Capital Federal con la ciudad de Córdoba.

A las diez llegábamos a Colón. El edificio de la estación, hoy transformado en Museo, era de estilo inglés, paredes de ladrillo visto, techo de tejas. Nos esperaba tía Magdalena con el sulky atado bajo la arboleda, guiado por un hermoso alazán ,"El Nene". Poco después el carruaje, liviano, con asiento y grandes ruedas de madera, cruzaba las últimas calles de la pequeña ciudad y enfilaba velozmente hacia el campo. Aún me parece oir el golpear de los cascos del animal sobre los adoquines de la calzada; por los altavoces, colgados de los árboles perfilados en las anchas veredas, la radio local transmitía música popular. A pocas cuadras comenzaba la zona de las quintas, con calles de tierra prolijamente regadas por el carro municipal que pasaba continuamente. Todo lucía limpio y brillante, podíamos sentir el perfume de las plantas mientras contemplábamos el cielo de un azul increíble. Para nosotras aquello era el Paraíso. El sol nos daba de pleno en la cara y el suave viento nos despeinaba las trenzas que con tanto esmero había peinado nuestra madre. Ahora la ciudad nos parecía muy lejana, nos separaban trescientos kilómetros pero a mi hermana y a mí nos parecía que estábamos en otro planeta.

Nos divertía mucho sentir los chasquidos del largo y fino látigo que apenas tocaba al Nene, los gritos que daba el tío para azuzar al animal y todo ese despliegue de habilidades mientras se sentían ciertos olores que no nos disgustaban a pesar de corresponder al sudor o algún otro efluvio equino. Tal vez porque los olores se mezclaban y ganaba el del pasto de las cunetas o del maíz que crecía junto al camino. De vez en cuando una liebre cruzaba delante del sulky o alguna perdiz se levantaba con un silbido asustando al caballo, el tío lo contenía con el freno, por temor a que se desbocara.
El animal cambiaba el galope por un trote suave y acompasado, ya se avistaba la casa.

Junto a la tranquera nos esperaban ansiosamente los primos. La fiesta comenzaba. Lejos había quedado el departamento ciudadano, que ahora nos parecía tan pequeño. Las calles pavimentadas, el tranvía, las escaleras, las vidrieras de los negocios del barrio, la Biblioteca, la parroquia, la escuela, todo gris y aburrido en comparación con tanto sol, flores, plantas y animales. Recorríamos felices los alrededores de la casona, visitando el corral de las gallinas, de las vacas, de los caballos. Los tíos tenían un criadero de cerdos, y algunas hectáreas con cereal. Criaban también conejos, pollos y pavos.

Llegaba la noche, la tía nos bañaba en un gran fuentón con agua tibia y jabón perfumado. Las habitaciones se iluminaban con lámparas a querosene. Cenábamos alrededor de una larga mesa en una cocina muy espaciosa, papas y huevos fritos, de postre uvas recogidas ese mismo día del gran parral que hacía las veces de galería y luego... a la cama! El sueño llegaba rápido, había sido un día vivido a pleno. Mañana nos esperaban nuevas aventuras.

miércoles, 14 de abril de 2010

Un argentino ilustre


Cuando adolescente pasaba muchas horas en la Biblioteca Nacional. Una tarde, llegando casi a la entrada, vi avanzar en dirección contraria a un anciano alto, de aspecto distinguido, con un bastón; entró un poco antes que yo. Había en él algo que lo hacía imponente a pesar de su aspecto frágil; pregunté a la recepcionista de quien se trataba, me contestó: es el director de la biblioteca, el señor Jorge Borges. Así conocí a uno de los escritores argentinos más famosos del siglo.

En esos tiempos no había internet, ni computadoras, ni siquiera fotocopiadoras. En la espaciosa sala de lectura general los lectores apoyaban sus libros en anaqueles lustrados o en largas mesas de roble muy bien iluminadas con luces individuales. El silencio era absoluto. Los estudiantes tomaban apuntes escribiendo velozmente con bolígrafos o lápices; los profesionales tal vez usaban lapiceras fuente. De vez en cuando se oía un suave carraspeo. Algunos más jóvenes cuchicheaban en un rincón.

No había ventanales pero se respiraba un aire límpido, por supuesto nadie fumaba; el lugar era muy alto con un techo abovedado cubierto de frescos y obras escultóricas que alternaban con vitreaux artísticos de colores. Cada tanto pendía una araña de bronce con innumerables lámparas de cristal siempre encendidas. Las paredes estaban cubiertas de libros ordenados en prolijas estanterías a las que se accedía a través de angostos pasillos protejidos por sólidas barandas, subiendo por angostas escaleras. Por allí se movían sólo los bibliotecarios para satisfacer algun pedido de los lectores. Al final del salón se recibían las solicitudes, llenando un formulario con los datos y firmando la responsabilidad de cuidar de los elementos y libros prestados, a cambio de una tarjeta con un número; luego había que buscar ubicación y esperar en silencio, a veces varios minutos, hasta que por un alambre o hilo suspendido sobre el mostrador de los pedidos corrían varios cartelitos con números. Si aparecía el mío podia retirarlo, se me indicaba entonces el tiempo de devolución. Todo sin hablar. A nadie se le ocurría hacer preguntas o protestar. La palabra del empleado era sacrosanta, el ambiente también.

La mayoría de las veces pedía textos de estudio, raramente alguna enciclopedia. Si me sobraba tiempo, luego de haber copiado la lección, pedía una novela, un libro de poesias o una obra clásica de la mitología griega. Sólo para leerlo allí, no me animaba a llevarlo a casa, por temor a que mis hermanitos lo estropearan. Siempre pensaba lo mismo, por qué tantas contradicciones entre los autores o filósofos? Seguía leyendo, buscando algo que tal vez no existía, un libro que contuviera todas las respuestas, sin contradicciones. Claro que sería muy grande y pesado... tal vez en varios tomos, dónde estaba?

Pasaron muchos años hasta que encontré El libro. Pero fue bueno que así sucediera porque fueron años de formación, de estudio, de investigación, que me permitieron crecer y madurar disfrutando de la buena lectura. Eran tiempos sin televisión!

domingo, 11 de abril de 2010

El Libro


Esa tarde estaba sentada a la puerta de mi casa, con la pierna inmovilizada por el yeso, conteniendo las lágrimas ante la impotencia de moverme libremente. Me sentía sola y angustiada frente al problema de la limitación física, pensando como nunca en todos los interrogantes y en la necesidad imperiosa de buscar una respuesta que calmara mis inquietudes espirituales y fuera una guía para seguir viviendo, para alcanzar la paz interior que tanto anhelaba.

Vi avanzar a un joven que conocía por haber sido alumno y luego empleado administrativo en la empresa. Se detuvo junto a mí, se interesó por mi salud, yo le pregunté sobre su nuevo empleo en un Banco, charlamos un rato y luego me dijo que había iniciado una nueva actividad entrando en un grupo religioso donde estudiaba la Biblia; me pareció algo muy interesante, entonces me preguntó si la había leído o si me interesaría leerla. Había estudiado algunas partes en la escuela secundaria, el Pentateuco y los Evangelios, sin entender que formaran parte de un libro tan importante. Sí, me gustaría leer la Biblia. Se despidió prometiendo traerme un ejemplar a la brevedad.

Algunos días después celebrábamos en casa el segundo cumpleaños de mi hija Ana. Globos y guirnaldas de colores, música y juegos con toda la familia y los chicos del barrio. Entonces llegó Alfredo con un regalo para mí: un ejemplar de la Biblia. Se lo agradecí y lo guardé. Esa misma noche comencé la lectura, Adán, Eva, el Paraíso... no, aquellas historias míticas no me interesaban, además no lo entendía. Al día siguiente pasó otra vez para preguntarme sobre el curso de la lectura, amablemente intenté devolvérselo aduciendo que no comprendía nada. En ese momento no creía que considerar el libro sacro agregara ni quitara nada a mi vida, otras cuestiones que juzgaba más importantes ocupaban mi mente y mi tiempo. El muchacho insistió, "le mandarè unos amigos que gustosamente le explicarán el contenido y ya verá usted como le agradará", casi por compromiso acepté.

No pasó mucho y ya tenía la visita de una joven muy simpática, Lina, que me guió en el estudio. Entonces, poco a poco, fui hallando las respuestas a las preguntas que me hacía desde la niñez, el origen de la vida, la existencia de un Creador, su nombre, el propósito de mi propia existencia. Ahora entendía el porqué de aquella visión premonitoria. No era la garantía del fin de mis problemas, pero era algo que le daba un sentido a mi vida, a mis "lágrimas y sonrisas".

miércoles, 7 de abril de 2010

Caminando voy


Caminando... subiendo, andando. A veces sucedía que las vicisitudes de la vida pesaban demasiado y debía hacer una parada para frenar el ímpetu de la búsqueda; otros requerimientos impostergables detenían por un tiempo el andar inquieto tras las respuestas espirituales: la profesión, la empresa familiar, los hijos.

Mis treinta y cinco años marcaron un hito en mi vida; había alcanzado algunas metas propuestas en la adolescencia, tales como una carrera docente, el matrimonio, la formación de una familia, cierto bienestar económico. Sin embargo, cuando parecía encaminarme a una serena adultez, comenzó una etapa gris, de crisis conyugal, del quebrantamiento de una felicidad que hasta ese momento parecía inamovible. Y todo se precipitó cuando sufrí un accidente doméstico que me inmovilizó por un tiempo, algo inusual para mí, acostumbrada a una hiperactividad laboral y familiar. Desde ya la casa y la empresa funcionaban igual sin mí, me reemplazaban en parte parientes, amigos y empleados. Pero yo no me resignaba. Un pensamiento me sacudía el alma.

Estando en la mesa de operaciones, cuando el médico intervenía mi tobillo fracturado, tal vez por efecto de la anestesia, en un momento tuve un sueño o una visión terrible: alguien, vestido con una larga túnica blanca venía a buscarme, me tomaba de una mano y me llevaba consigo ascendiendo a través de un sendero luminoso hasta el espacio; de pronto explotaba una nube blanca y se abría el cielo, y oía una voz que exclamaba: DIOS!!, inmediatamente una gran paz inundaba mi ser y sentía una felicidad tremenda. Luego alguien me decía: "Debemos volver, aún te necesitan". Más tarde me desperté en la cama de un sanatorio, unas enfermeras me observaban y hablaban entre sí.

El recuerdo de aquella visión había cambiado mi vida. Más que un sueño fue una revelación; en ese momento yo entendí que todas las creencias sostenidas hasta ese día, las doctrinas, así como las teorías científicas y filosóficas consideradas eran falsas, no contenían la respuesta que yo anhelaba en cuanto al origen y la finalidad de la vida y la existencia de un Ser supremo. Ahora, más que nunca, debía reiniciar la búsqueda. Estaba otra vez en el camino.

jueves, 1 de abril de 2010

Otro escalón

Cierta vez le pregunté a un amigo el porqué de los errores que cometí buscando respuestas que le dieran un objetivo y una meta a mi vida, ese ir y venir, ese recorrido infructuoso en una búsqueda que a veces me parecía vana; él me contestó muy sabiamente con pocas palabras: no son equivocaciones, ni errores, son escalones que la van llevando a un resultado positivo para su vida.

Relataba en otro artículo de mi blog de aquella necesidad que me empujaba a investigar, buscando la respuesta a las preguntas que me inquietaban desde niña sobre el origen y la finalidad de la vida, de todos los seres y especialmente de mí misma. Mis primeros pasos en la iglesia católica, el catecismo en la parroquia del barrio, las visitas a los curanderos y adivinos. Con escasos y pobres resultados.

También mi madre y mi hermana andaban el mismo camino. Un dia llegó a casa una invitación para una reunión en un centro de estudios religiosos, una escuela científica cristiana. Durante un tiempo nos relacionamos con el grupo sintiéndonos felices al comprobar que era gente amable, comprensiva, dispuesta al parecer a escucharnos y con una mensaje que podia ser la respuesta que diera satisfacción a las necesidades espirituales que nos habian llevado a ellos. Sin embargo duró poco la ilusión; lo que al principio parecían ser reuniones para escuchar meditaciones filosóficas sobre la existencia de Dios, para rogar a ese ser supremo y tratar de interpretar la voluntad divina para cada uno y para la humanidad, terminó por ser una convocación a espíritus de muertos y comunicación con el más allá, simplemente se trataba de un culto espiritista.

Salimos casi corriendo, despavoridas y horrorizadas. Con un miedo que más adelante entenderíamos era un temor a nuestro Creador. Había sido un camino equivocado? o un escalón más hacia la meta? Poco después un hecho fortuito me ayudó a dar otro paso, esta vez con mejores resultados hacia la paz interior.

lunes, 29 de marzo de 2010

La búsqueda

Decía yo en mi página Misiones, que luego de muchos años agradecía a mi madre no habernos autorizado el entrar como novicias en un convento a mi hermana y a mí cuando adolescentes. Claro que no hubiera sido fácil contradecirla, pero tampoco sería fácil vivir buscando la respuesta a tantas dudas existenciales. Había en mí un deseo de conocer el propósito de mi vida, de la existencia, del mundo, de las distintas vivencias y experiencias que debía afrontar. Deseaba y necesitaba una guía; tal vez el entrar en una comunidad católica no fuera suficiente, en esto coincido con el pensamiento de mi madre y creo que ella tuvo la mejor intención en su corazón. Lo triste fue que mi alma quedaba a la deriva en un mar de dudas y sobresaltos.

Pasada la euforia de la adolescencia, con mil motivos y urgencias que me hicieron olvidar un poco de la búsqueda, llegó la juventud con sus pasiones y arrebatos. Otro tiempo de prórroga, de vivencias que apaciguaban el fuego interior. Estudio, entretenimientos, romances, amistades, penas y alegrías... y la vida reclamando la satisfacción de distintas necesidades. Pero la necesidad de conocer a mi Creador se hacía cada vez más imperiosa.

Llegando casi a la madurez, luego de los veintincinco años, viví un período de frenética búsqueda de respuestas espirituales; mi madre y mi hermana me acompañaban, las tres recorríamos la zona visitando a cuanto curandero, brujo o adivino nos recomendaban. A veces integrábamos algun grupo de turismo religioso, a la tumba de Pancho Sierra, de la Madre María o de algún otro santón, bebíamos aguas de pozos supuestamente santificados o prendíamos velas de colores siguiendo el consejo del curandero del barrio, don Alberto.

Un manosanta de Pergamino se llevaba los laureles; era un italiano muy prestigioso en el ambiente de los chamanes, don José. Ante cualquier dolencia, malestar o duda, corríamos a consultarlo. Llevábamos fotos de alguien que no nos acompañaba pero tenía problemas, novio o marido; luego de esperar en la sala de la casa, junto a muchas personas llegadas desde distintos lugares, algunos desde muy lejos, el anciano nos atendía con simpatía y amabilidad, nos escuchaba atentamente, nos aconsejaba según su experiencia, que era muy amplia; miraba las fotos, acariciaba dulce y respetuosamente nuestras manos, mientras murmuraba alguna plegaria. Nos despedía entregàndonos un papel con el nombre de un té de hierbas, por lo general N°5 para los nervios, o N°8 digestiva. Mi madre dejaba algunas monedas en una bandejita que estaba sobre la mesa y nos íbamos felices, curadas y con la esperanza de que don José intercediera ante Dios por nuestros problemas. Algunos dolores se iban, algunas cosas mejoraban, pero la duda metafísica quedaba sin respuesta y la búsqueda seguía.

sábado, 20 de marzo de 2010

Parque de diversiones

Parque Japonés, Buenos Aires
Mi niñez en Buenos Aires permanece en mi memoria, llena de recuerdos felices, de fines de semana disfrutando de salidas con mis padres y hermanos. Pasear por el Parque Japonés significaba, para mis siete años, entrar en un mundo maravilloso. Algunos juegos eran riesgosos, mis padres no nos permitían subir a la Montaña rusa, o a las Tazas voladoras, nos quedábamos por las inmediaciones viendo como giraba la gigantesca rueda de la Vuelta al mundo. Podíamos entrar en la gruta misteriosa del Tren fantasma, yo con mi padre, mi hermana con mamá, en dos cochecitos abiertos; aún me parece sentir las cosquillas en mi cara de las falsas telas de arañas que nos esperaban en alguna vuelta, o el terror de chocar con un esqueleto colgado de un gancho, la sorpresa de un espejo que nos hacia pensar en un choque de frente con otro vehículo, que era por supuesto el nuestro; antes que nos repusiéramos del susto el carro hacía un giro brusco y nos metía nuevamente en un pasillo oscuro; se oían gritos y risas... y se abría un viejo baúl del cual surgía una bruja, la diversión llegaba a su fin y suspirábamos felices al salir otra vez a la luz. Nos atraía el juego de los autitos chocadores, o el mirarnos en los espejos mágicos que distorsionaban nuestras imágenes. A mi padre le gustaba visitar el lugar donde se exhibía "La mujer más gorda del Mundo"; hacíamos cola para entrar mientras se escuchaba al anunciador que con un megáfono decía: ¡Entre... pase... vea! ¡La mujer más gorda del mundo!

Mamá se quedaba afuera, no quería pasar, consideraba una crueldad divertirse con lo que ella llamaba "la desgracia de otro" y se enojaba un poco con mi padre, pero él le respondía: Lidya es una amiga, se alegra cuando me ve, le gusta conversar conmigo. Y así era, nos deteníamos un poco al lado de la mujer, que saludaba a mi padre desde lejos y sonreía al vernos entrar, luego le contaba algo de su familia, de sus hijos; era gordísima, pesaría más de ciento cincuenta kilos, pero tenía una linda carita y era muy joven. Algunos se burlaban de ella cruelmente otros la observaban con morbosa curiosidad.
Mamá prefería la cotorrita de la suerte, o el mono organillero. A la distancia entiendo que aquel lugar era una mezcla de alegrías, diversiones, terror y horrores. La aventura terminaba junto al vendedor de manzanas acarameladas, o de la pequeña locomotora negra y roja donde vendían los cucuruchos con maníes calientes.

Muchos años después volví a aquel lugar; ahora se llamaba Italpark, iba con mis hijos, a ellos les parecía un lugar encantado, querían regresar cada sábado. Para mí nada era como en aquel viejo Parque Japonés, sin tanta técnica, más cruel, más ingenuo, quizás más peligroso, pero mágico. Todo había cambiado, ya no estaba Lidya. Yo pasaba presurosa sin mirar las manzanas acarameladas, tenían muchas calorías; los maníes me sabían amargos y aceitosos, ya no creía que los papelitos que sacaba la cotorrita fueran oráculos ciertos. Mis hijos corrían felices, reían y disfrutaban de los juegos, al verlos volvía a mi un poco de aquella magia. Era nuevamente como una niña, compartiendo con ellos y con mi esposo una tarde diferente.

viernes, 12 de marzo de 2010

Sábados de cine

Lolita Torres y Ricardo Passano (h)
Los trámites para conseguir el permiso para ir a la matiné del cine del barrio empezaban temprano, había que conocer el programa, las películas que se daban ese día, si eran permitidas para todo público, el horario, el precio de las entradas, quienes nos acompañarían; primero lo hablábamos con mamà, ella consideraba sobre todo si los vestidos y el calzado estaban en condiciones, si tenía dinero suficiente o había que pedirle a papá, luego venía la parte más difícil: hablar con mi padre, además de interesarse por el programa, consideraba si las notas en los cuadernos habían sido buenas, si nos habíamos portado bien en casa; el tercer paso era una consulta entre ellos, esperar ansiosamente la respuesta y... saltar de alegría si era sí, insistir un poco si era no, aunque el resultado de las gestiones nunca variaba, si era sí, sí y si era no, no, inamovible.

Había dos cines: el Carlos Gardel en la calle Bolívar, de precios más accesibles, veinte centavos los jueves, día de damas y los martes, dia español y el Cecil en la calle Defensa, el de las funciones de matiné, los sábados, un poco más caro. Muchas veces nos acompañaba mi padre. Ocasionalmente íbamos los cuatro, cuando se trataba de estrenos con Hugo del Carril, Zully Moreno o Niní Marshall; mis padres eran admiradores de Lolita Torres, eran películas con historias románticas, canciones y bailes; por contrato el padre de Lolita, en ese entonces adolescente, no permitía que su hija se besara con los galanes en ninguna escena, igualmente ella convocaba gran público con su fresca belleza y su voz maravillosa. Recuerdo los grandes éxitos cinematográficos de entonces: Su mejor alumno (vida de Sarmiento), Pampa bárbara, y los artistas famosos: Carlos Cores, Enrique Muiño, Angel Magaña, Pedro Quartucci, Laura Hidalgo, Ricardo Passano y tantos otros.

Se exhibían dos o tres películas por tarde con un intervalo, entonces se encendían las luces, un pesado cortinado cubría la pantalla y pasaba el caramelero, con su bandeja colgada al cuello plena de golosinas y chocolates. La felicidad ese día pasaba por la sala del Gran Cine Cecil y se sentaba a nuestro lado compartiendo chocolatines y caramelos de leche Mu-Mu; el lunes tendríamos mucho para contarle a los compañeros de la escuela. Claro que no sería cosa de todas las semanas. Pero había sido un sábado perfecto.

martes, 9 de marzo de 2010

Cayó Berlin!

La caída de Berlín (1945)
La caída de Berlín (1945)
Los adultos hablaban de guerras, de política, los niños jugábamos desaprensivamente sin entender nada de aquellas historias y comentarios de sobremesa. Un recuerdo permanece en mi memoria. Tendría siete años; vivíamos en Buenos Aires. Era temprano y mis padres salieron a la calle para participar de la fiesta que celebraba el fin de la segunda guerra mundial. El informativo radial, seguramente el Reporter Esso, había dado la noticia que todo el mundo esperaba desde hacía seis años. La gente del barrio corría hacia la Plaza de Mayo, distante a pocas cuadras de mi casa. Mi padre me llevaba sobre sus hombros, mi madre iba algo rezagada con mi hermanita. Todos gritaban "Cayó Berlín!", reían y cantaban, saltaban, bailaban. Se oía la sirena del diario La Prensa, como siempre que pasaba algo importante. Yo pensaba: ¿cómo pueden alegrarse de la caída de un hombre? y me imaginaba un anciano robusto, alto, rubio y pelado, no sé porqué, el señor Berlín. Al regresar a casa pregunté a mis padres, no recuerdo la explicación que me dieron. Pasó mucho tiempo hasta que comprendí que Berlín era una ciudad y su caída era el fin de un conflicto bélico.

domingo, 7 de marzo de 2010

Paseos con mi padre

Salir de paseo con mi padre era algo muy especial. Los domingos, desde muy temprano nos preparábamos con mi hermana para pasarla a lo grande, el programa era: visita a un barco anclado en Puerto Nuevo, en los astilleros. Recorríamos las instalaciones, saludábamos a la tripulación, a los colegas de mi padre. Saboreábamos postres o helados en la cocina, bajábamos a la sala de máquinas. Luego nos mostraba los trabajos de carpintería que él hacía, en los camarotes, en el comedor, muebles, escaleras, etc. Pasábamos de un buque a otro. Me enorgullecía comprobar que mi padre tenía tantos amigos y era respetado por todos. Nos hacían algunos regalos, chocolate amargo, monedas de distintos países para nuestra colección, regresábamos al mediodía y mamá no se cansaba de escuchar el relato de nuestro paseo.

Algunos domingos eran distintos, a las diez estábamos en el Parque Lezama, escuchando los coros y las prédicas de un grupo religioso donde papá tenía amigos, del Ejército de Salvación. Después íbamos los tres al Museo Histórico. Mi padre era admirador del Gral. Urquiza, y se paraba extasiado frente a los cuadros con la figura del prócer entrerriano. A nosotras nos atraían los cañones de bronce instalados en el parque. Eran domingos de salidas serias, de estudio casi, no tan divertidas como las que hacíamos con mi madre, al Parque Japonés, al Zoológico o a la Costanera Sur, con las tías y los primos. Todo menos quedarnos encerrados en el departamento.

El lunes, en los recreos de la escuela, teníamos mucho para contarle a los otros chicos; ellos hablaban de la visita a la casa de los abuelos, algo que me hubiera gustado tanto, pero lo nuestro tenía mucho de aventura y hasta podía ser el tema de la composición diaria, con algún dibujo de un barco, que seguramente la señorita iba a corregir con rojo con un gran "Felicitado!" o "Muy Bien 10", como para mostrarle a los padrinos o a los amigos de mis padres. Enseñar los cuadernos era una parte muy importante de la atención a las visitas, los martes de la tía Benita, los miércoles de tía Juana, y podía significar algún premio.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Viajando a Mataderos

El tranvía
Los domingos eran días muy especiales, de visitas a la tía Benita. Los preparativos comenzaban desde muy temprano, mi madre nos ponía dos vestidos encimados por si nos ensuciábamos en el camino, había que llegar impecables. No era fácil soportar la sección peinados; vuelve a mí el recuerdo del olor y el calor del pecho de mi madre cuando debía apoyar allí mi cabeza mientras ella pasaba con gesto enérgico el peine alisando una y otra vez mi larga cabellera, después armaba las trenzas, gruesas, largas, tanto como para formar una corona, sujeta con una cinta blanca. Seguía con mi hermana que tenía un cabello fino color claro, a ella le hacía dos trencitas con dos grandes moños. Los vestidos de ambas eran del mismo modelo en color claro, en seda u organza, muy bonitos, confeccionados en casa; los zapatos blancos, modelo Guillermina, con un botón pequeño al costado. Completaba el arreglo una carterita redonda, tejida al crochet por mamá o por la tía Juana y zoquetes blancos. Esto en verano, en invierno usábamos polleras tableadas en tela escocesa y saquitos de lana, o abrigos de paño. Mi madre era muy habilidosa para realizar prendas usando moldes que vendían en la tiendita de la calle Defensa, cosidas con la máquina a pedal, bobina a lanzadera, marca New Home, heredada de la abuela Victoria.

A veces venía mi padre; vestía traje con chaleco color gris claro, camisa blanca con cuello y puños duros, almidonados por el tintorero japonés de la calle Venezuela, botones dorados de quita y pon para el cuello y gemelos de oro en los puños, corbata de seda. Los zapatos, marca Los Ases, de cabritilla negra, hechos a medida por los artesanos del barrio, dos hermanos italianos de la calle México. Finalmente el sombrero de fieltro, gris. Mi padre era muy elegante, delgado y buen mozo, a mí me parecía muy alto, aunque no pasaba el metro ochenta. La ceremonia del afeitado con navaja, en casa todos los días y los sábados en la peluquería del barrio merece un capítulo aparte, lo mismo que el lustrado del calzado, en un salón de la vuelta.

Mi madre armaba su peinado con la ayuda de pequeños postizos, las bananas, sujetos con invisibles, para aumentar el volumen. Ese día se maquillaba: polvos en la cara, marca Rachel, color natural, colorete en las mejillas y pintura de labios, aún no le decían rouge. Era muy hermosa y tenía cutis de porcelana, como se decía entonces. Se pintaba las uñas y se ponía los aros y anillos de oro, regalos de mi papá, el vestido de seda, las sandalias blancas con taco chino, unas gotas de perfume y...por fin! salíamos rumbo a Mataderos.

En la calle Chile tomábamos el tranvía 48, el viaje era de una hora. Mi hermana y yo nos divertíamos contando los autos por colores, ella negro, yo gris, y al llegar ganaba la que había visto más coches del color elegido. A veces el entusiasmo nos hacía dar gritos de alegría y mamá controlaba que no nos excediéramos en las risas para no molestar a los otros pasajeros. La excursión era capitaneada por mi padre, él hacia las señas para que el tranvía se detuviera, pagaba los boletos al guarda y nos ubicaba en los lustrosos asientos; luego tiraba de una cuerdita para avisar al motorman, el conductor, cuando debíamos bajar en Alberdi al 5200, desde allí a la calle Zelada había pocas cuadras. Los tíos nos esperaban, mantel blanco, vajilla especial, el menú de los domingos: risotto a la genovesa, tío Jorge era de Génova, luego pollo con salsa; de postre queso mantecoso y dulce de batata con guindas, vino y café para los grandes. La sobremesa se prolongaba hasta la media tarde, nos divertía escuchar las conversaciones de los mayores; cuando estaban presentes papá o el tío podíamos hacerlo libremente, sin intervenir por supuesto, la orden era "cuando los grandes hablan los chicos se callan", los temas: política y deportes. Si eran temas femeninos entre mamá y tía Benita la cosa cambiaba, con dulzura y firmeza nos decían: "chicas, por qué no van un ratito a la vereda a jugar?" Salíamos corriendo. En seguida se hacía un lindo grupo, para jugar a la escondida, a la mancha agachada, al don pirulero, al pisa-pisuelo, o para saltar a la cuerda. A la tardecita regresábamos, extenuados y felices. Mi hermana y yo dormíamos apoyando la cabeza en el regazo de mamá. Un poco antes de llegar nos despertaban. Había terminado la aventura. Ahora debíamos esperar una semana o tal vez dos, para repetir el viaje. Valía la pena!

sábado, 27 de febrero de 2010

Playa

viernes, 26 de febrero de 2010

Una lección inolvidable

La gente del barrio
A veces la memoria se abre como un calidoscopio en múltiples imágenes, figuras, y colores; basta con un suave movimiento que la sacuda.
Escribí sobre una visita al barrio de mi niñez luego de muchos años de ausencia, el reencuentro con amigos y vecinos. Un fiel seguidor de mi blog, mi hijo Carlos, agregó un comentario como testigo de aquella circunstancia y se abrió el calidoscopio. Entonces los recuerdos se desgranaron como perlas.Los negocios del barrio: hacia la calle México, pegada a mi casa, la librería de Carlos Cotello; un poco más allá el bar de Manolo, luego el almacén, el distribuidor de galletitas, la lechería La Martona, hacia la calle Venezuela estaban la verdulería de los italianos, la boutique de Madame, una distinguida dama francesa que vendía sombreros para señoras, y a la vuelta la panadería de don Juan. De cada negocio tengo alguna anécdota. Mamà no nos dejaba salir solas, siempre en dúo con mi hermanita Lola.

Carlos me comenta que cuando él me acompañó visitamos la verdulería de la cuadra; el antiguo propietario había muerto y ahora estaba el hijo. Yo recordaba cuando íbamos a veces con mi madre y mi hermana a comprar fruta, o vino Crespi blanco dulce, sólo si teníamos invitados especiales para el almuerzo; ella evitaba esas compras de último momento, prefería los puestos del Mercado San Telmo en la calle Estados Unidos, decía que los vecinos eran “careros”.

En una oportunidad fuimos las tres. Mamà adquirió algo para preparar una ensalada, o papas. Fruta no, estaba muy cara; al llegar a casa observó que Lola tenía en sus manos un hermoso durazno; luego de intentos inútiles para explicar la posesión del mismo no tuvo otra opción que confesar: lo había sustraído! Seguramente no pudo vencer la tentación cuando pasó junto al cajón que exhibía el fruto dorado y perfumado. Después de una reprimenda, sin esperar ni un minuto más, mi madre dijo con voz imperativa: “Ahora va y le devuelve el durazno al verdulero y le pide disculpas”, cuando aplicaba disciplina nos trataba de usted, “Y vos Chola –era mi sobrenombre familiar– la acompañas”. Cuesta poco imaginarse el bochorno de ambas. El comerciante nos atendió gentilmente, no nos reprochó y comentó con los otros clientes: “Así se educa un hijo!
Una lección inolvidable para ambas. Mi hermana tendría tres años, yo cinco.

De mi madre recuerdo que no nos aplicaba castigos físicos, pero era muy exigente con la conducta. No nos permitía mentiras ni trampas de ningún tipo. Nos obligaba a ser responsables desde muy pequeñas. En el barrio era para todos Doña Amalia, respetada y querida, nadie podía decir que sus hijos eran maleducados, aunque Lola era un poco traviesa, cosa que compensaba con su simpatía y la belleza de sus grandes ojos verdes. Yo era la mayor, un poco mamita, respondía por las dos, menudo trabajo!